A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: -«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. » Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: -«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.» Y María dijo al ángel: -«¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?» El ángel le contestó: -«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.» María contestó: -«Aquí está la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra. » Y la dejó el ángel. (Lc. 1,26-38)
La elección de Dios es muy diferente de la que suelen hacer los hombres. En vez de fijarse en las apariencias externas, en la belleza, en el porte o elegancia natural, así como en la alcurnia, en los conocimientos, honor y prestigio que encumbra ante sus propios ojos a la persona que tales dones tiene; prefiere lo humilde, la sencillez de corazón, la disposición permanente para hacer el bien a todos, el amor a los demás por encima de cualquier consideración de tipo egoísta. Este tipo de cualidades es el que adornaba a la muchachita de Nazaret a la que fue a visitar el ángel por encargo divino.
La niña se turbó ante el impresionante saludo del ángel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”, pues la cosa no era para menos. Pero una vez repuesta del susto, no se envaneció; se limitó a escuchar el impresionante mensaje que el ángel la traía de parte de Dios. Debió entenderlo en toda su profundidad y alcance pues estaba educada de manera que su conocimiento de la Torá era perfecto. Este anuncio debió cambiar radicalmente su proyecto de vida y, por lo pronto, había de enfrentarla a la difícil situación de mostrare embarazada sin intervención de su esposo; es decir, corría el peligro de ser lapidada, según las rígidas normas de la época. Esto explica la pregunta que hizo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Este natural deseo de ser informada no encubre ninguna segunda intención de desobediencia al Señor, si es que las cosas no van según mis previsiones. Al contrario, la pregunta es una muestra de la sencillez de su corazón, pues tal como se le ocurre la hace, sin haber dudado en ningún momento acatar el designio de Dios para ella.
Seguramente, las siguientes palabras del ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios” terminarían de confirmarla en la impresionante grandeza con la que Dios había decidido distinguirla. Una vez más, en su respuesta definitiva poniéndose a los pies del Señor, sin condiciones, con absoluta claridad y anonadando su voluntad ante la de Dios, pone de relieve su inmensa sencillez, consecuencia de la atractiva humildad que invade su purísimo espíritu.
La meditación de la actitud de María debería mover los corazones para implorar ante el Señor el don de la humildad. Este es el camino que lleva a la aceptación de la voluntad de Dios en todo momento, es decir, a alcanzar la felicidad de poder descansar en el Señor, de saber que él es el que lleva la vida de cada uno, su historia y que no quiere nada más que nuestro bien, por lo cual, lo mejor que se puede hacer es lo que durante toda su vida hizo María. Y, sobre todo, con la ilusión que nace de saber que el vivir en la voluntad de Dios es la forma más segura de alcanzar la felicidad eterna.