Jesús, Palabra del Padre, ha dejado en el Evangelio sus huellas luminosas, ésas marcadas por sus pies ígneos, tal y como los pudo ver proféticamente Daniel (Dn 10,6). El Hijo, en su caminar hacia el Padre, va trazando en la creación su rastro de luz. Son esas pisadas de las que nos habla el apóstol Pedro invitándonos a poner nuestros pies torcidos e inseguros en ellas. Son pasos que terminaron en las manos del mismo que le había enviado, las del Padre: “Para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas… Al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia…” (1P 2,21-23).
Son las huellas luminosas que dan cumplimiento a la promesa dada por Dios a todos aquellos que, siguiendo a su Hijo, emprenden el camino del discipulado. Promesa cuyo fundamento está en el honor de su Nombre, y que consiste en que “aunque caminen por valle de tinieblas nada han de temer, pues Él camina con ellos” (Sl 23,4). En cada encrucijada del camino, y muchas son las que esperan a los discípulos del Señor Jesús, Dios actúa abriendo cada mar rojo que se interpone en el seguimiento… Por eso Jesús va con sus discípulos en su caminar. En cada valle de tinieblas se adelanta para abrir caminos imposibles; Él es el nuevo y definitivo Moisés. “Nadie va al Padre sino por Él” (Jn 14,6).
Cada huella que nos deja Aquel a quien la Iglesia primitiva llamó la luz del Rostro del Padre, es una Presencia que ama tanto, y tanto llega, que a veces parece que hasta duele; algo así como si el alma no estuviese aún lo suficientemente hecha como para recibir tanto. Es ese resplandor en la noche que sólo son capaces de ver aquellos a los que, como dice Pablo (Ef 1,17-18), les han sido abiertos los ojos del corazón; ojos del espíritu capacitados para percibir y detectar los destellos de la luz de Dios aun en las noches más oscuras y tenebrosas.
Son esos ojos que se abren a la fe a fuerza de haber sido entrenados y acariciados por Dios cuando ponemos nuestro corazón, con todos sus anhelos, proyectos y quereres, en sus manos. Son ojos adiestrados por el Maestro a fin de llegar a ver al Invisible en nuestro caminar obediencial al Padre. Algo de esto nos dice el autor de la carta a los Hebreos acerca de Moisés (Hb 11,24-27).
Son esos ojos que Dios promete a todos aquellos que se dejen limpiar el corazón por medio de la Palabra de su Hijo: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Podrán estos ojos alcanzar con su mirada al Inaccesible e Inmirable.
No hay mayor huella y rastro de Dios que el que plasmó con su sello su mismo Hijo en el Evangelio. Son huellas y rastros que explicitan cada uno de ellos la llamada amorosa de Dios al hombre. Y queremos terminar este capítulo con una de las llamadas más entrañables descritas en la Escritura, y que ha llegado hasta nosotros por medio de Oseas. La encontramos en el contexto de la infidelidad de Israel.
El profeta nos dice que cuanto más Dios llamaba a su pueblo, más éste se alejaba de Él inclinando su corazón a los ídolos (Os 11,1). Ante esta terquedad, el profeta pone en la boca de Dios palabras entrañables que no nos imaginamos en boca de nadie, sólo en la suya: “Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer…” (Os 11,4). Aun así, parece que todo fue inútil. Ninguna cuerda tendida por Dios alcanzaba a atraer al hombre en espíritu y verdad. Digamos más bien que todo su impulso para amar sensatamente a Dios chocaba con su querencia a la infidelidad (Os 11,7).
Visto esto, y ya que las cuerdas humanas no consiguen atraer al hombre hacia Él, se va a servir de una cuerda divina: su propio Hijo. El Evangelio es y será siempre el Emmanuel, la cuerda divina de atracción. La cuerda divina por la cual el hombre aprende a saborear a Dios. Sólo cuando gusta de él se resquebraja su natural querencia a buscar la vida en otros sabores. El Evangelio es la huella luminosa, permanente en nuestro éxodo al Padre. Él es, podríamos llamarlo así, el Papiro divino en el que resplandece el Rostro de Dios.