«En aquel tiempo, dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había invitado: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”». (Lc 14, 12-14)
Las palabras del Señor que recogen el Evangelio de hoy están relacionadas con otras que nos hablan de invitaciones y de invitados a un banquete.
El banquete en el Evangelio es una figura del Reino de Dios, del Reino de los Cielos, al que todos estamos invitados; y para el que todos hemos de prepararnos. En otra ocasión, Jesucristo habla de los que han sido llamados y no se han puesto el traje adecuado para el banquete. No se han preparado, aun siendo conscientes de la importancia de la invitación, y al llegar, han sido rechazados.
El Señor nos invita a todos a su Reino, y nos anima a prepararnos para responder libremente a la invitación. Dios Padre ha creado al hombre “para que le conozca, le ame, y viva con Él en la tierra; y después, goce de la Vida Eterna”. El Señor es generoso con nosotros; nos da siempre más de lo que merecemos. El Cielo no lo puede conquistar ningún ser humano; es un don de Dios, pero hemos de disponer el alma para recibirlo.
¿A quién concede Dios ese don, y cómo haremos para acogerlo? Nos lo indica en dos momentos. En el primero, nos recuerda la generosidad para que hagamos participes a los demás, de los bienes y dones que hemos recibido: inteligencia, corazón, fortaleza, ingenio, amabilidad, etc., preocupándonos de servirlos en sus necesidades.
Sus palabras son muy claras: “Dad y se os dará; una medida buena, apretada, colmada, rebosante, porque con la medida con que midáis seréis medidos vosotros” (Lc 6, 38). Y como para animarles a ser generosos de verdad, les dice en otra ocasión: “El que os dé de beber un vaso de agua por mi nombre, os aseguro que no quedará sin recompensa” (Mc 9, 41).
En un segundo momento, el que recoge el Evangelio de hoy, nos enseña a no preocuparnos de recibir recompensa por el bien que hagamos. Y nos lo enseña con dos recomendaciones:
-que no invitemos pensando en que nos devuelvan la invitación, porque así ya quedamos pagados con nuestra misma moneda, y en esta tierra. Y olvidamos que es Dios quien nos quiere recompensar, y lo hará, muchas veces, de forma y por caminos que ni siquiera podemos imaginar.
-después nos recomienda que, “cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte¸ y recibirás tu recompensa en la resurrección de los justos”.
El Señor nos quiere enseñar muchas cosas, y abrir nuestro horizonte para que seamos de verdad generosos con los demás. Quiere que comprendamos que la alegría del cristiano, de quien cree en Él, está en dar, sin esperar a recibir. La alegría del dar es la alegría de Dios, que todo lo hace por amor, y pensando en el bien de quien recibe su don.
Así nosotros; hemos de pedir al Señor que nos acerquemos a nuestro prójimo con las disposiciones de “servir” con las que Cristo vino a la tierra: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir, y a dar su vida en redención por muchos” (Mt 20, 28).
Sirviendo con nuestro afecto, con nuestro cariño, con nuestra compañía, con una palabra de ánimo, de consejo, de consuelo, en la atención a enfermos y a sanos, a personas solas y personas abandonadas de sus seres queridos, damos un testimonio real de que Cristo vive en nosotros.
“Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, esa que no tiene fin” (“Porta fidei”, n. 15).
El Señor nos recuerda también hoy, y de manera particular, que nuestra vida es un caminar hacia el Cielo: “recibirás la recompensa en la resurrección de los justos”.
Ernesto Juliá Díaz