«En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: «Paz a esta casa». Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: «Está cerca de vosotros el reino de Dios.» Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: «Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios.» Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo”». (Lc 10,1-12)
En este Evangelio, Jesucristo destaca que algunos, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás. Al tratar de comentarlo, he recordado, y transcribo, la conocida fábula del elefante, de la que existen distintas versiones. Citemos una de ellas:
«Seis hindúes sabios, inclinados al estudio, quisieron saber qué era un elefante. Como eran ciegos, decidieron hacerlo mediante el tacto. El primero en llegar junto al elefante, chocó contra su ancho y duro lomo y dijo: “Ya veo, es como una pared”. El segundo, palpando el colmillo, gritó: “Esto es tan agudo, redondo y liso que el elefante es como una lanza”. El tercero tocó la trompa retorcida y gritó: “¡Dios me libre! El elefante es como una serpiente”. El cuarto extendió su mano hasta la rodilla, palpó y dijo: “Está claro, el elefante, es como un árbol”. El quinto, que casualmente tocó una oreja, exclamó: “Aun el más ciego de los hombres se daría cuenta de que el elefante es como un abanico”. El sexto, quien tocó la oscilante cola acotó: “El elefante es muy parecido a una soga”. Y así, los sabios discutían largo y tendido, cada uno excesivamente terco y violento en su propia opinión y, aunque parcialmente en lo cierto, estaban todos equivocados».
Puesto que no es posible individualmente saber todo de todo, la lógica conclusión es querer estar abiertos para aprender de unos y de otros, para establecer puentes, veredas, atajos entre ciencia y experiencia. Y, más aún, al observar detenida e inteligentemente al hombre, se intuye que la persona no es feliz solo con el saber, sino que se realiza sobre todo en el amor.
Si la ciencia no partiera de ahí, ni se iluminara por el amor ¿para qué servirían? Ahora bien, el amor no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. Benedicto XVI magistralmente expone la relación entre saber, hacer y amar. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor.
Por lo tanto, como enseña este Evangelio, nunca es acertado el desprecio hacia los demás. Muy bien lo ha expresado R. Spaemann, gracias a que la persona posee dignidad existe un llamado inmediato de ella hacia los demás. Llamado a ser reconocida, precisamente, como persona; la mirada del otro me toca, y no es posible rechazarla sin una frialdad que humilla al otro, frialdad que también tiene cualidad personal.
En efecto, a diferencia del contacto que tienen entre sí los entes no-personales, las personas aún al intentar ser indiferentes frente a otras personas no pueden eludir el deber que surge de esta percepción, de este reconocimiento, de la verdadera plenitud, que gráficamente ha sabido describir San Alberto Magno. Dice así sobre los tres tipos de plenitudes personales que hay:
«La del vaso, que retiene y que no da nada. La del canal, que da y no retiene. La de la fuente, que crea, retiene y da. Y entonces comprendí que, hay seres humanos vaso, cuya única ocupación es almacenar virtudes, ciencia y sabiduría, objetos y dinero. Son aquellos que creen saber todo lo que hay que saber; tener todo lo que hay que tener, y consideran su tarea terminada cuando han concluido su almacenamiento. No pueden compartir su alegría, ni poner al servicio de los demás sus talentos, ni siquiera repartir sabiduría. Son extraordinariamente estériles; servidores de su egoísmo; carceleros de su propio potencial humano. Por otro lado existen los seres humanos-canal, son aquellos que se pasan la vida haciendo y haciendo cosas. Su lema es: «producir, producir y producir». No están felices si no realizan muchas, muchísimas actividades, y todas deprisa, sin perder un minuto. Creen estar al servicio de los demás, fruto de su neurosis productiva, cuando en realidad su accionar es el único modo que tienen de calmar sus carencias. Dan, dan y dan; pero no retienen. Siguen dando y se sienten vacíos. Pero también podemos encontrar seres humanos-fuente, que son verdaderos manantiales de vida. Capaces de dar sin vaciarse, de regar sin decrecer, de ofrecer su agua sin quedarse secos. Son aquellos que nos salpican «gotitas» de amor, confianza y optimismo, iluminando con su reflejo nuestra propia vida».
Ojalá estas reflexiones no ayuden a superar alguna cota del individualismo.
Gloria Mª Tomás y Garrido