Durante todo el tiempo que estuvo en cartel el musical con este título, no había mañana que, al escuchar por radio las primeras noticias del día, no saliera a las ondas la cuña publicitaria de este espectáculo. No me voy a entretener en resumirlo porque todo el mundo sabe que es una idealización de la movida madrileña del inicio de los años ochenta. Reflejando la eclosión musical de aquellas décadas, uno de los protagonistas acaba mordido por las drogas y cae en las fauces del suicidio. Se le “aparece” a su amigo en el cementerio y se oye el “leit motiv” del musical.
hechos de nuestra vida diaria
Yo también tengo una larga, larguísima, experiencia de lo que todos los días me cuesta levantarme… y no solo por las mañanas. Y me explico.
Servidor es hipertónico las últimas horas del día y primeras de la noche —“le ore piccole”, las llaman en Italia— y soy hipotónico las primeras de la mañana, por lo que por la noche me asemejo a los búhos y por las mañanas a las marmotas. Por mi currículo de estudios y profesión, durante más de veinte años el despertador me invitaba a salir de la cama a las 6.30 de la mañana (cuando mi padre decía que en el pueblo el Ayuntamiento no había puesto aún las calles), de modo que, mucho antes de que se pusiera en escena ese musical, yo ya había cantado 365 días multiplicados por 20 años más de siete mil veces (sin contar los bisiestos) la dichosa canción: “Hoy no me puedo levantar”. Después…, por hache o por be, con siete hijos pequeños a cuestas, ha sido incontable la tira de veces y noches que he repetido ese estribillo.
Por otro lado, he tenido ocasión de seguir muy de cerca y de convivir con adolescentes y jóvenes, de los catorce a los veintitantos años, que, por diversos motivos, se aventuraron por los caminos de las drogas, con graves trastornos de personalidad y estragos en sus alienadas vidas, y he comprobado personalmente con gran tristeza, cómo era verdad lo de que “hoy no me puedo levantar”. Eso sin contar los casos de quedarse tirados en la cama o en un sofá por depresión —la enfermedad reina de estos tiempos—, que, quien la sufre, ni ganas tiene siquiera de pensar en la letrilla de esa canción y menos de tararearla.
Supongo que esta experiencia es bastante común entre tanta gente, padres y madres de familia, educadores, trabajadores sociales, y mi caso no es único, por supuesto.
hechos bíblicos
El sexto día de la creación, Dios modeló un muñeco de barro del limo de la tierra, insufló su espíritu sobre él y aquel primer hombre sí se levantó del suelo (ver Gn 2,7).
Ezequiel, el profeta exílico, nos traslada a un escenario estremecedor: una vega enorme llena de huesos humanos secos, que, poco a poco, se fueron articulando, revistiéndose de tendones, músculos y piel hasta recubrirse de carne y cobrar vida nuevamente por el soplo divino que infunde Dios. La profecía se cumplía al pie de la letra: “He aquí que yo voy a abrir vuestros sepulcros… Infundiré mi espíritu sobre vosotros y viviréis” (ver Ez 37,12-14); de hecho, “el espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies” (v. 10). Es la gran promesa de esperanza para todos aquellos que tantísimas veces hemos tirado la toalla, habiendo caído “k.o.” (fuera de combate) en el “ring” de nuestras vidas: sí, es posible levantarse, salir del sepulcro, escaparse del cementerio. ¡Hay que inventar un nuevo musical!: “Hoy sí me puedo levantar”.
Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Tres eran el límite antes de la corrupción (de hecho, su hermana Marta le dice a Jesús que ya es el cuarto día y huele mal: Jn 11,39; y Jesús mismo resucita al comienzo del tercer día, porque estaba profetizado que Él no experimentaría la corrupción, como predicó Pedro el día de Pentecostés, remitiéndose a su vez al salmo 16: ver Hch 2,25-27). Más aún, Lázaro estaba vendado de tal forma que no era posible moverse, no tenía posibilidad alguna de levantarse y dejar la tumba. A la voz de Jesús —aquella misma Voz que en el alba de la creación moduló aquellas palabras “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26)—, Lázaro se incorpora, comienza a andar y sale afuera. ¡Otro que sí ha podido levantarse! (ver Jn 11,1-44).
Este es el ejemplo más llamativo y más conocido, pero hay bastantes más. En el Antiguo Testamento está el caso del hijo de la viuda de Sarepta, que el profeta Elías devuelve a la vida (ver 1R 11,17-24), milagro que repetiría su discípulo Eliseo con el hijo de la sunamita (ver 2R 4,8-37). Pero oigamos este breve relato sobre el mismo Eliseo, quien había pedido a su maestro “dos partes de su espíritu” (2R 2,9): “Eliseo murió y lo sepultaron. Las bandas de Moab hacían incursiones todos los años. Estaban unos sepultando un hombre cuando vieron la banda y, arrojando al hombre en el sepulcro de Eliseo, se fueron. Tocó el hombre los huesos de Eliseo, sobró vida y se puso en pie” (2R 13-20-21).
En el Nuevo Testamento hay otros casos igualmente sorprendentes. Tras varias discusiones con unos y otros, se acerca a Jesús un magistrado, jefe de una sinagoga, llamado Jairo, que le dice compungido que su hija ha muerto, pero que vaya a su casa y la haga revivir: “Entró él, la tomó de la mano, y la muchacha se levantó” (Mt 9,25). Y precioso otro texto de San Lucas, referido también a otro joven, el hijo de la viuda de Naím: “Al verla el Señor, tuvo compasión de ella —¡cómo no la había de tener si era Él mismo la Misericordia divina que se había proclamado “padre de los huérfanos y defensor de las viudas” (Sal 68,6; 146,9)—, y le dijo: ‘No llores’. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: ‘Joven, a ti te digo: Levántate’. El muerto se incorporó” (Lc 7,13-15).
Hay otro dos sucesos, protagonizados precisamente por las dos columnas principales de la Iglesia (Pedro y Pablo), narrados en los Hechos de los Apóstoles, que no son muy conocidos o recordados: “Había en Joppe una discípula llamada Tabitá… Por aquellos días enfermó y murió… [Avisaron a Pedro]. Pedro se puso de rodillas y oró; después se volvió al cadáver y dijo: ‘Tabitá, levántate’. Ella abrió sus ojos y al ver a Pedro se incorporó. Pedro le dio la mano y la levantó” (Hch 9,36-41). En otro pasaje, Pablo está dando una larga catequesis en Tróada (el noroeste de la actual Turquía); la catequesis se alarga y un joven llamado Eutico se duerme en el alféizar de la ventana, cae al suelo y muere: “Bajó Pablo, se echó sobre él y tomándolo en sus brazos dijo: ¿No os inquietéis, pues su alma está con él” (ver Hch 20,7-12).
Estas son sólo algunas pinceladas de las novecientas veces que, aproximadamente, aparecen las diversas formas del verbo levantar en la Escritura, entre las que descuellan las numerosas curaciones del Señor y de los Apóstoles, que levantan de su postración a tantos enfermos, iconos corporales del pecado y de la muerte. Imposible detenerse en todas ellas, pero más imposible resistirse a no reseñar algunos ricos matices: unas veces se recalca la situación del hombre hundido en el lodo de sus miserias, como se refleja en Job: “El hombre que muere no se levantará, se gastarán los cielos antes que se despierte, antes que surja de su sueño” (Jb 14,12); “a una cuchichean contra mí todos los que me odian, me achacan la desgracia que me aqueja: ¿Cosa de infierno ha caído sobre él, ahora que se ha acostado, ya no ha de levantarse” (Sal 41,8). Por eso, ¡”ay del solo que cae!, que no tiene quien lo levante” (Qo 4,10).
En otras ocasiones queda manifiesta la esperanza de un final feliz: “Sé que mi redentor vive y que en el último día yo resucitaré de la tierra” (Jb 19,25, en la traducción de la Vulgata), porque así estaba profetizado: “Revivirán tus muertos, sus cadáveres resurgirán [se levantarán] y darán gritos de júbilo los moradores del polvo” (Is 26,19); más aún: “Venid, volvamos a Yahvéh, que él ha desgarrado y él nos curará, él ha herido y él nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, y al tercer día nos levantará y en su presencia viviremos” (Os 6,1-2), palabras que nos ayudan a dilucidar mejor la doctrina paulina de que si hemos muerto con Cristo, también con Él hemos resucitado (ver Rm 6,1-11). Por eso el mismo Isaías explota de júbilo: “¡Arriba —levántate—, resplandece, que ha llegado tu luz y la gloria de Yahvéh sobre ti ha amanecido” [en ese tercer día] (Is 60,1), que es lo mismo que, dulcemente, dice Jesús resucitado a su Iglesia y a cada alma: “Levántate, amada mía, hermosa mía y vente! (Ct 2,10 y13).
Otras veces la voz consoladora de Jesucristo es el premio de la fe. Es el caso de la fe quienes descolgaron a un paralítico por la techumbre de la casa donde estaba predicando Jesús: “Ánimo hijo, tus pecados te son perdonados… ¿Qué es más fácil decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir ¿Levántate y anda’?… Levántate, toma tu camilla y vete…” (Mt 9,1-8); es el caso del ciego de Jericó que llama a Jesús a voz en cuello y le dicen: “¡Ánimo, levántate! Te llama” (Mc 10,46-52); o el del único leproso de los diez curados que vuelve donde Jesús a postrarse ante él y darle gracias: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado” (Lc 19,19), que es lo mismo que le dijo a la mujer adúltera cuando un grupo de escribas y fariseos querían apedrearla: “¿Nadie te ha condenado?… Tampoco yo te condeno. [Levántate] vete y en adelante no peques más” (Jn 8,10-11). Ahí está aquel perentorio “¡Levantaos!, ¡vámonos!” (Mt 26,46, en el Monte de los Olivos, o “vámonos de aquí”, del Cenáculo: Jn 14,30), en contraposición a Samuel, que por dos veces se levantó a la voz de Dios que lo llamaba y se volvió a acostar (ver 1S 3,1-9).
Jesús sí se ha levantado de entre los muertos
Él ha sido el único que ha podido cantar en una mañana pascual única y bellísima, cuando la aurora no había llamado aún al sol para teñir de arreboles las nubes: “Hoy sí me puedo levantar”. Una profecía muy antigua lo había anunciado por boca de Balaam: “De Jacob avanza una estrella, un cetro surge (se levantará) en Israel” (Nm 24,17), como ratifica y verifica San Pedro: “Así se nos hace más firme la palabra de los profetas…, como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana” (2P1,19); por eso, a todos los que venzan la muerte con Cristo, Él mismo “les dará el Lucero del alba” (Ap 2,28), ya que “Tú me has hecho experimentar tantas angustia y males, pero volverás a darme vida y de nuevo me levantarás desde los abismos de la tierra” (Sal 71,20).
De vez en cuando, dese hace algunas décadas, asoman a nuestras pantallas películas de zombis, que dudo mucho, muchísimo, que tengan algo que ver con el séptimo arte, sino que más bien son un amasijo de filmes de terror, arte escénico de cloaca y burdos ribetes tétrico-cómicos, como el ¿último? botón de muestra de la cinta noruega “Zombis nazis”. Sin darse cuenta reflejan una imagen de lo más sombrío y triste que anida en el corazón de la humanidad: a la realidad pujante de cadáveres ambulantes que somos todos —por efecto del demonio, del pecado y de la muerte— (aunque parezca que le felicidad inunde nuestras mentes y dibuje sonrisas inacabables en nuestros rostros), se contrapone la imagen repelente de zombis vivos, y no sabemos qué es más obsceno y repugnante, si un cadáver ambulante o un zombi vivo. Y lo más triste es que la vida del hombre, como diría un Job moderno, se desenvuelve en un espacio cada vez más estrecho entre ambas zonas, a cual más macabra.
Nada extraño, pues, que la única perspectiva de salida —huida mejor dicho— de tal tenaza sea la depresión, la droga o cualquier tipo de alienación (donde siempre hay tres en el podio: el dinero, el poder y el sexo) y, finalmente, el suicidio. Lógicamente lo único que se puede oír en medio de tal postración es “Hoy no me puedo levantar! En medio de un panorama así, hay que volver a abrir los ojos del corazón a la esperanza y recordar que Dios “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20,38). Él no quiere ni cadáveres ambulantes ni zombis vivos.
Hay un episodio evangélico que a alguien le gustaría adscribir a estas corrientes siniestras: el primer Viernes Santo muere Jesús en la Cruz y, al gemido de su último estertor, se produce una serie de fenómenos misteriosos que contienen un gran significado: se rasga el velo del Templo —se acabó todo lo anterior— tiembla la tierra y se resquebrajan las rocas, “y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron” [se levantaron de sus sepulcros] (Mt27,52). Es la queja infinita del universo que no puede aceptar lo ocurrido, no puede soportar tal ignominia, y provoca esos acontecimientos: aquella tierra con cuyo limo se amasó el cuerpo del primer hombre (habría que recordar aquí que el término “sangre” en hebreo es “dam”: Adám sería hombre rojo, amasado y enrojecido por el color de la arcilla-sangre…). Aquella tierra —decía— se rebela al recibir la sangre roja del cuerpo exánime de Cristo y devuelve a la vida los cuerpos de los santos de los alrededores del Calvario…
Esta protesta de la tierra es como un preludio de la resurrección futura: de hecho, los cuerpos de estos santos difuntos que resucitaron al morir Jesús, “saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos” (Mt 27,53). Es ni más ni menos el “efecto intrínseco” de la resurrección de Jesús, nada que ver, pues, con esas pretendidas escenas artísticas de ultratumba, donde no se sabe quién es hedionda metáfora funeraria del otro, si los cadáveres ambulantes los son de los zombis o éstos de los primeros. Difícil lo tienen ambos —no imposible para Dios— que unos y otros lleguen a la resurrección, sencillamente porque desconocen el dulce sabor de la muerte en la Cruz, que es fielato obligado para la entrada en la vida eterna.
nos levantará y seremos salvos
¿Qué significa todo esto? Pues que hay luz al final del túnel, hay esperanza en el sufrimiento, hay vida dentro de la muerte (si el grano de trigo no muere…, no se pudre en la tierra, no surge la espiga): sólo cuando muere Jesucristo, cuando la sangre de su cuerpo yerto empapa la tierra, ésta revive y origina la nueva vida de los cuerpo resucitados. Hay uno que ha sido muerto y enterrado y ha salido del sepulcro: ¡Se ha levantado! Se han cumplido las profecías: “Aparecerá el retoño de Jesé, el que se levanta para imperar sobre los gentiles. En Él pondrán los gentiles su esperanza” (Rm 15,12, citando a Is 11,10). “A este Jesús Dios le resucitó [lo levantó]… y lo ha exaltado [levantado] a la diestra del Padre” (Hch 2,32-33). Este es “el Dios de la paz, que, en virtud de la sangre de una Alianza eterna, levantó a Jesús de entre los muertos” (Hb 13,20). Pero no para aquí la cosa, pues esa misma resurrección es para cada uno de nosotros: “Y Dios, que resucitó [levantó] al Señor, nos resucitará [nos levantará] también a nosotros mediante su poder” (1Co 6,14); “si crees en tu corazón que Dios lo levantó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9).
Precioso aquel himno de la Iglesia primitiva que debía resonar en las catacumbas, mientras el Pan y el Vino seguía guardando a los fieles para la vida eterna:
“Despierta tú que duermes,
y levántate de entre los muertos,
y te iluminará Cristo” (Ef 5,14).
Mientras me invento una melodía distinta a la de aquel “Hoy no me puedo levantar”, yo “me levanto a medianoche a darte gracias” (Sal 119,62).