Los movimientos feministas en pro de la “liberación de la mujer” –con sus aciertos y sus errores- comienzan a finales del siglo XVIII, con la Ilustración, y continúan a lo largo de los siglos siguientes, aunque con distintas características. Resumiendo mucho se podría hablar de un feminismo igualitario, en que se reclaman derechos que ya el varón poseía: a estudiar, a votar y a participar en la vida pública. Recordemos a las famosas “sugragistas” que gracias a su lucha consiguieron el derecho al voto de la mujer, que comienza en Inglaterra y Alemania, en 1918, y termina en Suiza en 1971. En España data de 1931.
Hacia mediados del siglo XX el feminismo se radicaliza y no sólo exige una equiparación de derechos jurídicos y sociales entre varón y mujer, sino que se aspira a una igualdad funcional de los sexos, y la eliminación de los “roles” que tradicionalmente se les asignaban, rechazando la maternidad, el matrimonio y la familia, como causas de la subordinación y opresión de la mujer. Aquí se inscribe el famoso “Le deuxième sexo” publicado en 1949, por Simone de Beauvoir, existencialista, cuyo slogan “la mujer no nace, se hace” resume su pensamiento y alerta contra la “trampa de la maternidad” y anima a la mujer a liberarse de las “ataduras de su naturaleza”. De ahí la recomendación de las relaciones lesbianas, el aborto y hasta el traspaso de la educación de los hijos a la sociedad.
De este feminismo igualitario, de imitación de lo masculino, del deseo de la mujer de “ser como el varón”, que en el fondo esconde un complejo de inferioridad, se pasó, en las décadas siguientes, a ensalzar la “nueva feminidad”, y, en una cierta alianza de feminismo y ecologismo, que se formaliza en la Conferencia Mundial sobre Ambiente y Desarrollo de Rio de Janeiro, en 1992, se pretende que es la mujer, que vive en estrecha armonía con la naturaleza, la que debe liberar la tierra, ya que la racionalidad y el ansia de poder masculinos han llevado a su destrucción.
La actual meta, como señala Jutta Burggraf, ya no consiste únicamente en emanciparse del predominio masculino, ni en liberarse de las funciones concretas femeninas y maternales, sino que se pretende eliminar la misma naturaleza, cambiar el propio cuerpo, llamado “cyborg”, que expresa mejor al ser humano artificialmente mejorado. Aquí se inscribirían la clonación, los “bebes a la carta”, híbridos y un largo etcétera que no tienen en cuenta la dignidad de la persona, y constituyen experimentos bastante alejados de la moral cristiana y, en ocasiones, hasta aberrantes.
Hoy lo que está más en boga es la llamada “Ideología de Género”, en la que masculinidad y feminidad no están determinadas fundamentalmente por la biología, sino más bien por la cultura. Se trata de la liberación de todo determinismo biológico, y la eliminación de la idea del sexo como constitutivo del ser humano. Por lo tanto, las diferencias entre el varón y la mujer no corresponderían a la naturaleza sexuada con la que se nace, sino que serían meras construcciones culturales, según los “roles socialmente construidos”, y que, por tanto, hay que “deconstruir”, para “reconstruirlos” de nuevo a gusto del consumidor de manera que le permita determinar la propia identidad sexual a su antojo, o según sus preferencias, sin tener en cuenta lo que la propia naturaleza ha inscrito en la persona humana. Así se habla de cinco géneros: heterosexual masculino, heterosexual femenino, homosexual, lesbiana, y bisexual. Algunos añaden el indiferenciado. Se trata de crear nuevos “contravalores”, más propios de la postmodernidad, de liberarse del matrimonio y la maternidad que –dicen- tanto han oprimido a la mujer, de la libre reproducción, creando un nuevo estilo de vida y de cultura que afecta a la familia y que propugna el aborto, la inseminación artificial, los mal llamados matrimonios homosexuales, e incluso la adopción por estas parejas, promiscuidad, sexo separado del amor y de la reproducción. ”Contravalores”, todos ellos que hoy están tan difundidos a través de una buena parte de los medios de comunicación social.
Pero además de los mass media, como estrategia para cambiar los “prejuicios” sobre los roles tradicionales, la postmodernidad exige “deconstruir” la educación. Aquí se inscribe la famosa Educación para la Ciudadanía, nueva asignatura obligatoria con la que se pretende adoctrinar a los educandos, no sólo en materia sexual, fieles a la ideología de género, sino también en el relativismo y nihilismo más radicales. Ejemplos tenemos de los contenidos de esta asignatura, que llegan al esperpento. Por supuesto se considera la religión y a la Iglesia como un invento, una “construcción” de los hombres para oprimir a la mujer, que hay que “deconstruir” para ser modernos.
Esta ideología se adopta en la Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Pekín en 1955, pero sus raíces hay que buscarlas en la “revolución sexual” cuyos máximos representantes son Wilhelm Reich (1897 – 1957) y Herbert Marcuse (1882 – 1941), promotores de la liberación sexual, que mezclan feminismo radical y teorías marxistas y estructuralistas, sin olvidar las influencias de Freud, y su visión pansexualista.
Para corroborar la teoría –errónea- de que el sexo depende más de la educación que de la naturaleza, hacia los años setenta un psiquiatra americano, John Money realizó un terrible experimento con dos gemelos varones. A uno de ellos, a través de cirugía plástica –aprovechando un accidente después de nacer- lo transformó en un cuerpo aparentemente femenino. Indicó a sus padres que mantuvieran en secreto su sexo original y que le educaran como a una niña. Toda su vida fue una tortura. En 2004 se suicidó. Y es que la naturaleza reclama sus derechos. Si no se respeta la verdad inscrita en cada ser sexuado, hombre o mujer, y en sus dos modos de vivir la masculinidad y feminidad, que les hace diversos y complementarios, y cuyas diferencias reclaman la unión y entrega de uno al otro, es decir su carácter esponsal, afirmando a la vez la igualdad en su dignidad personal y en sus derechos, el precio que se paga es muy alto. La ruptura con la biología no libera a la mujer. Es camino de perversión que conduce a lo patológico.
Quisiera terminar recordando al Papa Juan Pablo II, tan buen conocedor de la mujer, que afirma en “Mulieris dignitatem”: “Hombre y mujer creados como unidad de los dos en su común humanidad, están llamados a vivir en comunión de amor y reflejar la comunión de amor que se da en Dios. No existir sólo “uno al lado del otro”, o simplemente juntos, sino existir recíprocamente el uno para el otro (…) Dios confía a la mujer de un modo especial al hombre… sobre todo en razón de su feminidad, ello decide su vocación. (…) “La igualdad en la unión matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad personal de ambos. La mujer no puede convertirse en objeto de “dominio” y de “posesión masculina”.
Sobran los comentarios y la comparación entre ambas posturas.