El evangelista Lucas comienza el discurso inaugural de Cristo con estas palabras: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,20b), y en el momento supremo de la cruz Jesús le dice a Dimas, el buen ladrón: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Hay una clara relación entre ambas palabras: el Reino de Dios se promete a los pobres y se le confirma a uno de los dos malhechores que estaban crucificados al lado de Jesús.
En el evangelio de Mateo leemos también la invitación que dirige Jesús a sus discípulos. “Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran” (Mt 7,13-14).
A simple vista puede parecer que la razón por la que el camino que lleva a la perdición es espacioso y la puerta ancha es porque los que andan por él lo recorren sin penas ni sufrimientos, disfrutando de la vida, haciendo lo que les viene en gana, imponiendo su voluntad. Así, al final del mismo les espera la condenación por haberse negado a aceptar la voluntad de Dios, siguiendo sus propios caprichos. Y que a su vez, el camino que lleva a la vida es angosto y su puerta estrecha, debido a que sus viandantes deben pasar por renuncias, estrecheces y tormentos de toda clase, antes de recibir el premio prometido a su constancia en los padecimientos.
la humildad, el camino derecho al cielo
Nada más lejos de la verdad. El camino que lleva a la perdición, aunque ancho y espacioso es un camino de muerte y lo transitan los que viven en medio de ella. Su vida transcurre entre el temor y la maldición, renegando de una existencia sin sentido y en la que sólo hallan un alivio pasajero, alienándose con cualquier cosa, matando el tiempo con el trabajo, las diversiones, la música y el ruido, incapaces de entrar dentro de sí mismos en el silencio, que les resulta insoportable.
En cambio, el camino que conduce a la vida es un camino de vida y por él marchan aquellos que gozan de la paz y la seguridad de saberse hijos amados por Dios, a los que nada les turba ni inquieta, aunque tengan razones humanas para ello, ya que saben bien que nadie les puede apartar del amor de Dios ni tribulación, ni angustia, ni persecución, ni hambre, ni desnudez, ni peligros ni espada (ver Rm 8,35), por lo que pueden vivir en la bendición, la paz y la alegría.
¿Por qué, entonces, es ancha la puerta y espacioso el camino de muerte? Porque por él viajan los ricos con todas sus pertenencias y cachivaches a cuestas, por lo que les resulta difícil entrar por la puerta estrecha que lleva a la vida, de modo que “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los cielos” (Mt 19,24). Para lograrlo necesitan desprenderse de todos sus bienes, como hizo aquel publicano y jefe de publicanos de Jericó al que Jesús dirige palabras semejantes a las del buen ladrón: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9a). ¿Por qué es estrecha la entrada y angosto el camino que lleva a la Vida? Porque por él van los humildes y pequeños, los niños, los pobres que han creído en Cristo (ver Mt 18,6a). ¿No hemos escuchado: “Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”? (Lc 18,17). Ésta es la clave para alcanzar la promesa que dirige Jesús al buen ladrón.
el que se humilla será enaltecido
Flanqueando a Jesús y padeciendo el mismo castigo que Él se encuentran dos malhechores: uno a la derecha y otro a la izquierda. “Uno de los que estaban colgados le insultaba: “¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!” Pero el otro le respondió diciendo: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, ésta nada malo ha hecho”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino” (Lc 23,39-42).
Uno de ellos no reconoce sus culpas. Está lleno de orgullo y de reivindicaciones; por eso, exige: es rico y sólo mira por sus intereses. Rico es aquel que posee razones, proyectos, deseos, derechos, algo que proteger y guardar. Por ello se convierte en un asesino en potencia, ya que si alguien intenta arrebatarle sus propiedades, tendrá que defenderlas matando al agresor en su corazón, rechazándolo y juzgándolo.
Así respondió S. Francisco a quien le quería convencer que aceptara posesiones para sí y para su obra: “Si tengo algo, un campo, por ejemplo, habré de cercarlo para evitar que otro me lo invada, necesitaré colocar un guarda, que deberá estar armado para ejercer su cometido con eficacia; y, si alguien intenta arrebatármelo, el guarda tendrá que hacer uso de su arma, matando si es preciso al asaltante. En tal caso no quiero poseer algo en nada para no cometer ninguna injusticia”. Y sabemos que ningún injusto heredará el Reino de Dios (ver 1Co 6,9).
El otro, en cambio, nada posee, está desnudo en la cruz y ni siquiera dispone de su propia vida. Es pobre y reconoce sus culpas, por eso no reclama, suplica: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”, y se abandona a la misericordia de Dios. Éste es el pobre al que se le asegura el Paraíso. Pobre es aquel que por no tener, ni siquiera tiene justificación; pobre es el pecador que nada puede dar a Dios, carece de todo, de obras y de méritos, pero reconoce su humillación. De este modo, aquel publicano que no se atrevía a levantar los ojos al cielo y suplicaba la misericordia de Dios, obtuvo la justificación, y no el fariseo orgulloso que, plantado en medio del templo, hacía ostentación de sus obras.
piadoso y clemente con los que le invocan
Ahora bien, no basta con reconocerse pecador, pues también Judas confesó su traición, pero su orgullo le impidió humillarse ante Dios y, despechado consigo mismo, se ahorcó. Pedro, en cambio, lloró su negación y al conocer su debilidad fue considerado apto para gobernar el pueblo de los pequeños que creen en Cristo. Verdaderamente pobre es aquel que conociéndose pecador no duda del amor de Dios.
Cuentan que un día encontró S. Francisco al hermano León que contemplaba melancólicamente el agua que bajaba cristalina de un riachuelo de montaña y le preguntó: “¿Qué te ocurre, hermano León, que te encuentro abatido?” A lo que éste respondió: “Estaba pensando quién tuviera un corazón tan puro como el agua de este arroyo”. “¿Y qué entiendes tú —inquirió el santo— por tener un corazón puro?” El hermano León, suspirando, le contestó: “Pues no tener nada que reprocharse”. Y Francisco le replicó: “Ahora entiendo por qué te veo siempre triste, pues tener un corazón puro no consiste en no tener nada que reprocharse, porque siempre tendremos algo que reprocharnos; tener un corazón puro es saberse amado por Dios y que su amor nos baste”.
Este amor le bastó al buen ladrón; por ello, escuchó aquellas extraordinarias palabras de su Salvador: “Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”.