En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (San Lucas 23, 35-43).
COMENTARIO
Son las cosas del Señor. Se trata de una misericordia gigantesca, que no tiene parangón. No me gusta entrar en análisis complicados sobre la frase. Lo que me gusta es gustar su contenido y revivirlo como un niño. Así no me pierdo nada de su sabor.
Este ajusticiado había hecho cosas malas porque él mismo lo confiesa abiertamente. Defiende a Cristo frente al otro ajusticiado que ni reconoce ni acepta su situación de sufrimiento. Vive mal su dolor y le lleva a ofender, criticar, desesperar. Aquél, en cambio, vive su sufrimiento como debe hacerse, con la paz del que está realmente cerca del Señor.
La frase que comentamos es encantadora. Nosotros esperábamos que el destinatario fuera su Madre, o en su caso san Juan, o cualquier otro santo de por allí. Quizás algún alevín de santo. Pero esas palabras tan preciosas fueron dirigidas a una persona que no destacó precisamente por su santidad y bien hacer.
Y resultó que al Señor le valió inmensamente aquel gesto de amor y confianza que manifestó aquel hombre arrepentido. Se le prometió el Paraíso. Y la pregunta que me hago es: ¿No fue este pecador en un cierto sentido paraíso para el Señor?
Lo digo porque el fuego es feliz ardiendo y el agua mojando. Cristo es feliz convirtiendo. Redentor que salva. Y antes de morir experimenta el gran consuelo de alguien que en el último momento de su existencia se decide por aceptar al Salvador bueno y misericordioso. Consuelo para Cristo, que ya estaba deseando sin más demoras presentar a su Padre un alma redimida. Consuelo para aquel pobre malévolo, que a fuerza de confiar y amar recibió de Cristo las llaves del Reino.
La frase del Señor es fuerte, densa: Hoy estarás conmigo en el paraíso. El asunto es que le dijo: Hoy. Palabra llena de encanto, vivacidad y esperanza. Palabra llena de amor, propia de un padre que quiere agasajar a su Hijo. Hoy… Es palabra que todo buen cristiano quisiera escuchar del Maestro. Todo el mundo desea estas impaciencias divinas que tienen por objeto la felicidad de cada uno. Hoy… serás santo. Hoy… te haré humilde de verdad. Hoy… Por soñar que no quede. Impaciencias divinas que casan bien con las impaciencias buenas y sanas de los hombres. El Señor está lleno. Yo vacío. Nada más conveniente para ese acuerdo, para ese consuelo mutuo. Uno dando, otro recibiendo. Hoy… Divino hoy que tuvo aquel personaje la dicha de oír directamente del Maestro.
Cristo tenía algo que decirle. Se dirigió al moribundo para consolarle con desproporcionado consuelo. Mucho premio me parece a mí. La Virgen está antes. San Juan también. Pero no. Aquel hombre estuvo antes. Misericordia desconcertante la de nuestro Dios, que me llena de Esperanza cierta.
Naturalmente que estaría hoy en el paraíso pero con Él. “Estarás conmigo en el paraíso”. ¿Qué clase de vuelo sería aquel? Se lo llevo el Señor consigo y se lo presentó a su Padre. El asunto requiere y merece meditación. La frase del Señor diría que casi obsesiona. Se mete en la cabeza y no se puede salir de ahí. El Señor se lo llevó al Cielo. El morir de Cristo, el inclinar su cabeza y el llevar al Paraíso a su criatura redimida fue cuestión casi simultánea.
Normalmente se suele separar el episodio del llamado buen ladrón del episodio de la muerte del Señor, para quedar toda la atención fija en el cuerpo destrozado del Mesías. Pero Cristo, El Nuevo Adán, asocia de un modo especial su muerte a este nuevo Adán, hombre caído y ya casi restaurado. El Mesías, Nuevo Adán refleja su impronta en aquel bandido, nuevo hombre ya, en espera de un Cielo inconmensurable. Se da una comunión muy especial entre Dios hecho hombre y este hombre que va a entrar en el reino de su Dios, y que dentro de unos momentos será suyo.
Palabras tiernas además. El conmigo no es solo lógico sino también afectivo. No es que el ladronzuelo aquel fuera al Cielo sino que Cristo se lo lleva.
Ahora en breve, podrá decir que todo esta cumplido, que su misión terrestre tocaba a su fin para empezar la celeste, con aires de imperio divino.
El lugar de destino viene presentado no con la palabra Cielo, quizás demasiado teológico o difícil, para su compañero de tormento, sino con la palabra paraíso. A mí me sabe a paraíso esa palabra. Refleja el jardín del edén. Tiene resonancia de los primeros tiempos en que los primeros padres llegaron a disfrutar de la amistad de Dios. Donde todo era brisa, descanso y felicidad.
Ahora, en la cruz, Cristo le regala un nuevo paraíso restaurado y regado con una nueva Agua y con Sangre sagrada. Todo es mejor, todo es superior. El Verbo encarnado ha sido el encargado de la obra. Ha ido su Obra.