Después de decir estas cosas, (…) Judas se presentó con una tropa de soldados y con algunos guardias del templo (…). Llevaron a Jesús de la casa de Caifás al palacio del gobernador romano (…) Pilato volvió a salir y les dijo: «Mirad, os lo he sacado para que sepáis que yo no encuentro en él nigún delito». (…) Cuando le vieron los jefes de los sacerdotes y los guardias del templo comenzaron a gritar: «¡Crucificalo! ¡Crucificalo!». (…) Entonces Pilato les entregó a Jesús para que lo crucificaran (…) Cuando Jesús vio a su madre y junto a ella al discípulo a quien él quería mucho, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Desde entonces, aquel discípulo la recibió en su casa. Después de esto, (…) y para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Había allí una jarra llena de vino agrio. (…) Jesús bebió el vino agrio y dijo: » Todo está cumplido». Luego inclinó la cabeza y murió. Era el día de la preparación de la Pascua (…) (San Juan 18, 1-19, 42).
COMENTARIO
Nos unimos a la oración de toda la Iglesia, que hoy acompaña a Cristo en la vía dolorosa camino del Calvario. Y, ante la cruz del Señor, permanecemos arrodillados y en silencio, con el Papa y todos los creyentes, ante Cristo Crucificado; ante Cristo muerto.
Sus palabras en la Cruz alcanzan lo más hondo de nuestro ser: “Perdónales porque no saben lo que hacen”; “Tengo sed”; “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Clama el Señor para que pidamos perdón por nuestros pecados, y recibamos su perdón. Tiene sed de nuestra Fe: Tú eres, Señor el Hijo de Dios hecho hombre.
Cuando Cristo expiró: “En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu”, se hizo el silencio en el monte Calvario. Y con el silencio convertido en llanto, en dolor y pena, acompañamos hasta el sepulcro el cuerpo muerto de Jesucristo.
“Los que pasaban por allí lo insultaban moviendo la cabeza y diciendo: “Bah” ¡Tú que destruías el templo y lo edificabas en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la Cruz”. Del mismo modo los sumos sacerdotes y los maestros de la le se burlaban de él…Los que estaban crucificados con él también lo insultaban” (Marcos 15, 29-32).
En nuestra alma nos unimos a María y a las santas mujeres. Ya han cesado los gritos e insultos que han acompañado el caminar de Cristo con la cruz a cuestas, y que se han sucedido sin interrupción, y continuarán hasta el fin de los tiempos. Cristo seguirá clavado en la Cruz, recibiendo los insultos, escuchando los gritos, hasta que su palabra “Todo está consumado”, convierta la realidad del pecado más recóndito de la vida del hombre, llene de su Luz los corazones pecadores, y el alma se abra a la Gracia y a la Gloria de Dios: que se arrepienta y confiese sus pecados.
En la algazara del desconcierto por la Muerte en la Cruz del Hijo de Dios hecho hombre, todos alzan la voz hacia Dios, el Enemigo. Y unen sus voces, los Pilatos de todos los rincones de la tierra que defienden sus abusos de poder, preguntando “¿Qué es la Verdad?”.
Todos los Herodes del mundo, que no soportan la mirada de Cristo ni en el rostro de un niño, ni en el rostro de un Crucificado a muerte. ¿Les aviva en el alma la conciencia de la Verdad de servir? ¿De que el poder si no es servicio es abominable?
Todos los “malos ladrones” de la tierra, que al cabo de los años de corrupción encuentran sus manos llenas de podredumbre, miseria, soledad; y no soportan el Perdón que la mirada de Cristo les ofrece desde la Cruz.
“No me redimas”, parecen gritarle, “¿Quién te da derecho a morirte por mí?; ¿Qué quieres, que yo te ame y te pida perdón, porque te dices Dios y mueres por mí? Tu muerte es cosa tuya, no mía”. Y sus gritos se pierden en el infinito abismo vacío –en el infierno-soledad- de su espíritu.
Cristo permanece clavado en la Cruz.
“Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad; Señor, ten piedad”
“Y toda la gente que había asistido al espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba dándose golpes de pecho” (Lucas 23, 48).
La Cruz de Jesucristo seguirá alzada en el Calvario hasta la mirada del último hombre sobre la tierra, para recibir el último desprecio del hombre, la última mirada despectiva del hombre que echa en cara a Dios el Amor con que lo ha creado, el Amor con el que le ha redimido, el Amor que solo puede abrirle las puertas del Cielo.
Cristo, clavado en la Cruz espera paciente esa mirada; en la esperanza de que quien le contempla, quien le mire, se convierta. Abramos nuestros ojos a la luz de Sus ojos; abramos nuestros corazones al amor de Dios que acompaña a su Hijo Jesucristo, en nuestra redención. y no se cierre dentro de la miseria de su oscuridad, dentro de las puertas de sí mismo, dentro en su propio Infierno.
“Señor, Ten misericordia”.
Hasta el fin del mundo elevarán su mirada a la Cruz todos los que han encontrado a María Santísima en su “vía crucis”, todos los “buenos ladrones” que no han tenido vergüenza de presentarse en toda su miseria ante Dios, todos los pecadores arrepentidos, todos los publicanos que esconden su alegría, su dolor, su amor en un rincón escondido de un templo, y que apenas osan elevar los ojos ante Cristo crucificado.
Todos, como un coro de ángeles, se unen a nosotros, que al lado de Santa María –“Mujer ahí tienes a tu hijo”, “Ahí tienes a tu Madre”-, decimos a Cristo:
“Señor, en la hora de mi muerte acuérdate de mí cuando estés en Tu reino; que toda mi vida es Tu recuerdo, Tu amor, Tu perdón, Señor”.
Jesucristo esboza una sonrisa antes de morir, y quiere oír de nuestros labios las palabras del Buen Ladrón: “Acuérdate de mi cuando llegues a tu reino”. Nos mira con el infinito amor que le tiene crucificado en la Cruz, y quiere decirnos en el gozo ya de la Resurrección:
“Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.