En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo : «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti.» Juan (17,1-11a):
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El hombre occidental, entre los que me incluyo, lleva una vida superficial con el objetivo claro de no sufrir y encontrar motivos visibles para justificar una existencia, en muchos casos injustificable, desde el punto de vista de la razón. Vive para sí mismo y busca como satisfacer este pobre cuerpo material que irremediablemente tiene un final claro, la muerte, a la cual se resiste ferozmente. Esta Palabra nos habla de otra realidad en la que solamente podremos entrar si en nuestra vida está ese Paráclito del que Jesús habla a sus apóstoles en el evangelio de San Juan y del que dice que nos explicará todo.
Esta catequesis dice que la «hora» de Jesucristo, la hora de su muerte, de su donación, de su desaparición como persona proyecta tres realidades inconcebibles: su propia glorificación, la glorificación de Dios y la entrega de la vida eterna al hombre. Jesucristo, al entrar en la cruz, ha transformado al hombre de la carne, al hombre hecho de barro en un ser celestial a imagen de Dios, como en el inicio fue creado. El demonio creía que matando al hijo de Dios iba a quedarse con la viña y se volvió a equivocar ya que Dios no ha creado al hombre para este mundo sino para el cielo, para vivir siendo uno con el Padre. Jesucristo entrando en la voluntad de Dios, absurda para la mente humana, glorificó al Padre recuperando la relación de unidad que habían roto Adán y Eva. ¡Cuánto insiste en esto el apóstol Juan!: que la gloria de Dios está en que seamos uno. Estamos llamados
los cristianos a ser uno con el Padre, con Cristo en la historia, para experimentar –ya no solo –el cielo y mostrárselo a los hombres sino para tener vida eterna y ver destruidos nuestros miedos que nos tienen apresados, esclavizados haciendo de nosotros marionetas movidas por el demonio a través de esos hilos que nos tienen enganchados: los afectos, el dinero, la belleza, el poder, la política, y tantos otros.
Hermanos, estemos atentos para identificar también nuestra hora para ser glorificados y glorificar al Padre en la historia porque dice San Pablo que será rápido; habla de un instante, al toque de la trompeta –dice Pablo – que seremos transformados. No os resistáis, sed dóciles como María que se hizo una con el Padre dándole gloria y encarnando a Jesucristo. Esa es nuestra misión. No os conforméis con una vida cristiana pero burguesa. Abrámonos al Espíritu Santo. El tiene el poder de hacer de nosotros hombres celestes, libres que muestren la tierra nueva, recuperada por Cristo, donde habita la justicia ya que la muerte ha sido destruida, ha sido aniquilado el pecado, dándonos paso a una vida nueva. Animo, el Señor llega pronto.