La orden de los templarios fue fundada en Jerusalén en 1119 por Hugo de Payns y otros ocho caballeros franceses más, con el nombre de “pobres caballeros de Cristo”. Su misión era proteger a los muchos peregrinos que acudían a los Santos Lugares. Más tarde, el rey de Jerusalén, Balduino II, los instaló en un palacio cercano al antiguo templo de Salomón, por lo que cambiaron su nombre por el de Caballeros del Temple. Con la ayuda de San Bernardo de Claraval, que redactó su regla, severa y ascética, la orden creció rápidamente. Durante la época de las Cruzadas, los templarios participaron muy activamente en la defensa de Palestina, donde poseían numerosas fortalezas. Al mismo tiempo actuaron como banqueros de los peregrinos, por lo que obtuvieron grandes riquezas.
También tenían comunidades, o templos, en Europa. En la península Ibérica se establecieron durante el siglo XII, primero en Cataluña, Aragón y Navarra y, posteriormente, en Castilla y León. Tenían a su cargo la defensa de las fronteras y participaron en numerosas expediciones contra los musulmanes (Lérida, Tortosa, Cuenca, Valencia, Mallorca, Navas de Tolosa, etc.).
El abad Bernardo de Claraval en su escrito «De laude novae militiae» (Elogio de la nueva milicia) ofrecía esta semblanza del nuevo caballero del Temple (en una época donde era considerada una muestra de debilidad y vanidad el peinarse o lavarse demasiado):
“Para cada uno de ellos la disciplina es una devoción y la obediencia una forma de respetar a sus superiores: se marcha o se regresa a la indicación de quien supone la autoridad. Todos llevan el vestido que se les ha proporcionado y a nadie se le ocurriría buscar fuera comida o ropajes. Porque estos caballeros mantienen fielmente una existencia compartida, sencilla y alegre, sin esposa ni hijos. Jamás se les verá ociosos o buscando aquello que no les interesa. Nunca dan muestras de ser superiores a los demás. Todos muestran más respeto al valiente que al noble. Odian los juegos de los dados y el ajedrez, por nada del mundo participarían en cacerías, se rapan el cabello al ras, en ningún momento se peinan, en escasas ocasiones se lavan, su barba siempre aparece hirsuta y sin arreglar, van sucios de polvo y su piel aparece curtida por el calor y la cota de malla. Un Caballero de Cristo es un cruzado en todo momento, al hallarse entregado a una doble pelea: frente a las tentaciones de la carne y la sangre, a la vez que frente a las fuerzas espirituales del cielo.
Avanza sin temor, no descuidando lo que pueda suceder a su derecha o a su izquierda, con el pecho cubierto por la cota de malla y el alma bien equipada con la Fe. Al contar con estas dos protecciones, no teme a hombres ni a demonio alguno. ¡Moveos con paso firme, caballeros, y forzad a la huida al enemigo de la Cruz de Cristo! ¡Tened la seguridad que ni la muerte ni la existencia os podrán alejar de su caridad!”
La historia de la Orden del Temple, Pobres Caballeros de Cristo, es apasionante y llena de misterios. Nacidos en Francia muy modestamente, fueron nueve caballeros compañeros de armas de Godofredo de Bouillón y voluntariamente sometidos al mando de Hugo de Payns, que luego sería su primer Gran Maestre, los que allá por 1118 iniciaron la aventura.
Nueve años después decidieron alcanzar el reconocimiento oficial de la Iglesia. Solicitaron a Esteban de Chartres que les redactase una norma y Hugo de Payns la entregó personalmente al entonces Papa, Honorio II. Remitida la misma al concilio de Troyes, fue aprobada el 14 de enero de 1128.
Desde esa fecha y hasta los tristes sucesos de principios del siglo XIV, que la llevaron a la desaparición, el Temple luchó en Tierra Santa, en los lugares en que era requerido para defender el cristianismo, acumuló poder y riqueza, poseyó grandes extensiones de tierra en toda Europa, laboró, organizó y administró la agricultura, la minería, el comercio y hasta la banca de su tiempo. Extendió un estilo arquitectónico que, siendo ajeno, se llegó a identificar con ella. Acumuló tal poder que él mismo fue su perdición.
Las actividades mercantiles a la que se dedicaron los caballeros templarios y su excelente sistema de administración les garantizó espléndidas y prósperas posesiones. Las encomiendas, núcleo central de su organización territorial, eran unidades autosuficientes y siempre generaban excedentes.
Muchos comerciantes y poderosos les encomendaban sus caudales que se encontraban garantizados por la propia solvencia de la Orden. El Tesorero del Temple se convirtió en el asesor económico del rey francés. También se afirma que fueron los templarios la primera multinacional conocida. Llegaron a construir una flota propia de navíos, que servían para transportar bienes y tropas de un punto a otro del mundo entonces conocido.
El fabuloso tesoro que cabe pensar que acumularon ha sido uno de los misterios que más han fabulado a su alrededor. Pese a ser poseedores de inmensas fortunas, su voto de pobreza se mantuvo en todo momento y eran pocos los lujos que mostraban en sus encomiendas y ninguno en sus propias personas. Solo los enormes gastos que el mantenimiento de Tierra Santa supuso explica un tanto el que jamás haya aparecido tal tesoro.
Lo más importante consistió en el hondo aprecio que la imagen templaria alcanzó en toda la cristiandad. El bizarro aspecto que les prestaba su indumentaria guerrera se unía a su austeridad de vida, siempre ejemplar. La cruz roja que se colocaba en su capa, sobre el hombro derecho, concesión del papa Eugenio III en 1147, fue la imagen mas respetada de su época.
Disponían su jerarquía en forma marcadamente militar. Al frente estaba el Gran Maestre, que aunque dotado de poder absoluto, debía consultar a un capítulo antes de tomar decisiones trascendentales. El Maestre contaba como asistencia con un Estado Mayor, integrado por su lugarteniente o senescal, un jefe militar o mariscal y varios comendadores adscritos a los términos de Jerusalén, Trípoli y Antioquía. La tropa también tenía su jerarquía: caballeros, sargentos y escuderos. Los sacerdotes eran un grupo aparte, pero hacían la misma vida que los caballeros. Los hermanos de oficios, artesanos y criados eran contratados libremente.
Su vida se regía por su regla, muy detallada y estricta, que, aunque considerada secreta, ha llegado hasta nuestros días gracias a diversos documentos:
“Raramente haréis lo que deseéis: si queréis estar en la tierra de allende los mares, se os enviará a la de aquende; o, si queréis estar en Acre, se os mandará a la tierra de Trípoli o de Antioquía o de Armenia, o se os enviará a Pouille o a Sicilia o a Lombardía, o a Francia, o a Borgoña o a Inglaterra o a muchas tierras donde tenemos casas o posesiones. Y si queréis dormir se os hará velar y, si alguna vez deseáis velar, se os mandará a reposar a vuestro lecho…”
Un templario no era poseedor de nada. No podía hacer ni aceptar regalos. La orden le daba un ajuar completo que debería cuidar con sumo esmero. Eran dos camisas, dos pares de calzas, dos calzones, un sayón, una pelliza forrada de cordero u oveja, una capa, un manto de invierno y otro de verano, una túnica, un cinturón, un bonete de algodón y otro de fieltro, una servilleta para la mesa, dos copas, una cuchara, un cuchillo de mesa, una navaja, un caldero, un cuenco para cebada, tres pares de alforjas, una toalla, un jergón una manta ligera y otra gruesa, ambas rayadas en blanco y negro a imagen de la bandera de la orden.
El equipo militar constaba de loriga, calzas de hierro, casco con protectores nasales, yelmo, espada, puñal, lanza con gallardete blanco, escudo triangular largo, cota de armas blanca y gualdrapa para el caballo. Todo adorno o instrumento innecesario era estrictamente prohibido y el espíritu austero del Císter estaba presente en todo momento.
La vida cotidiana de un templario era muy similar a la de un monje cisterciense. Se les prohibía la conversación baladí o las risas. Dormían de tres a cuatro horas sin despojarse de camisa, calzones, calzas y cinturón. Se despertaban en maitines de madrugada. Iban a la capilla calzados y abrigados por su manto y allí rezaban trece padrenuestros. A continuación bajaban a las cuadras a inspeccionar a sus caballos y darles un primer pienso, tras lo que regresaban a sus dormitorios; después rezaban un padrenuestro más y se iban a dormir de nuevo. A la hora prima se levantaban y, nuevamente en la capilla, oían misa, recitaban treinta padrenuestros por los vivos y otros tantos por los muertos, y comenzaban su jornada de trabajo. Cada hora detenían su quehacer y rezaban nuevas tandas de padrenuestros. En el refectorio, el capellán bendecía la mesa y dirigía el rezo. Comían en silencio. Acabado el ágape, retornaban a la capilla de dos en dos para dar gracias.
Cuando estaban en combate tenían prohibido rechazar la lucha aun en situaciones numéricamente muy desfavorables. Si caían prisioneros no tenían derecho a rescate. Cuando morían se les sepultaba sin ataúd, bocabajo, en fosas anónimas.
La conquista en 1291 de San Juan de Acre, último bastión cristiano en Tierra Santa, por parte de los musulmanes significó el inicio del ocaso de las órdenes militares y más aún para el Temple.
En Francia, los templarios se habían convertido en banqueros de los reyes. Felipe IV de Francia, el Hermoso, mal administrador y muy dilapidador, ante las deudas que había adquirido con ellos, convenció al papa Clemente V de que iniciase un proceso contra los templarios, acusándolos de impiedad (1307). Una cadena sin fin de acusaciones fraudulentas se abatió sobre el Temple. El Gran Maestre de la orden, Jacques de Molay, y 140 miembros fueron arrestados. Fueron condenados a prisión, pero el Consejo Real de Felipe IV los sentenció a muerte por relapsos.
Se les acusó de renegar de Cristo, de todo tipo de obscenidades, de sodomía, de idolatría, y así se confabuló un proceso que concluyó con la condena en el atrio de la catedral de París del Gran Maestre Jacques de Molay y sus caballeros. Estos hechos ocurrían el 18 de marzo de 1314. Aquella misma tarde, el Gran Maestre y otros treinta y seis caballeros de la orden fueron ajusticiados en la hoguera.
El rey francés se apoderó de sus bienes mobiliarios, entregando sus posesiones a los hospitalarios. En los otros países europeos las acusaciones no prosperaron; pero, a raíz de la disolución de la Orden, los templarios fueron dispersados y sus bienes pasaron a la Corona o a otras órdenes militares ya existentes.
Clemente V, el papa que no supo oponerse a los deseos reales franceses, murió un mes después que Molay. Ocho meses más tarde moría Felipe IV a consecuencia de una caída de caballo. El canciller francés, Nogaret, que instruyó y auspició el proceso, tuvo similar fin. Esquieu de Froyran, que inició en la corte aragonesa la cadena de mentiras que sirvió de base al proceso, cayó apuñalado. Todos los actores del drama templario cayeron pronto y de forma poco habitual ,cerrando así el telón de la Gran Orden de los Caballeros de Cristo.