Edimar Alves de Madeiro es un chico de la calle, un “menino da rua”. Nace en Taguatinga (Brasil) pero a los doce años se traslada con su familia a Samambaia, una ciudad satélite de los alrededores de Brasilia. A la pobreza de la zona se suma el difícil ambiente familiar. Su padre, alcohólico, golpea a la esposa y a los hijos sin preocuparse para nada de sus deberes familiares. Edimar termina por dejar su casa para vivir, como tantos otros niños, en la calle.
Se reúne con una banda de amigos: Leandro, Sergio, Iván y Andreia. Con el tiempo contacta con Tiâo, un delincuente que se gana la confianza de Edimar hasta el punto de acogerlo en su casa. A Tiâo le toca robar a Edimar para mantener a su “familia” adoptiva y a veces va a la cárcel. Por este tiempo, Edimar se introduce en la vida de la droga: diariamente consume una pasta de cocaína o de marihuana…
La vida de banda y de robos no le impide ir a la “escuela”, un lugar casi sin paredes pero con buenos profesores, como Gloria y Sêmea, quienes se van ganando poco a poco la confianza de los chicos. Esta última organiza actividades los sábados para tenerlos ocupados en juegos sanos y evitar así los peligros de las bandas.
Gloria fue la primera intimar con Edimar; Sêmea tarda un poco más porque le había regañado por haber entrado en clase para pegar a otro compañero. Le avisan que Edimar era un delincuente peligroso, pero la profesora no tiene miedo y logra, como Gloria, conquistar el cariño del muchacho.
Con el tiempo Sêmea consigue que Edimar, que ya ha cumplido 15 años, participe en una “Escuela de comunidad” donde aprende principios para vivir de modo correcto. Edimar trae al grupo a algunos de sus amigos de la banda y poco a poco empieza a cambiar. Incluso prohíbe a Leandro, un año menor que él, tomar drogas…
a todos alcanza su gracia
Es un cambio lento; Edimar no deja su vida de robos y de droga, y sigue bajo la autoridad de Tiâo. Sêmea piensa, entonces, que sería bueno ofrecerle algo más serio y le invita a un campamento de vacaciones organizado por estudiantes de Comunión y Liberación.
Así, Edimar se desplaza hasta Miguel Pereira, un estado de Rio de Janeiro, con su profesora. Al inicio mantiene una actitud de reserva y recelos, pero luego empieza a juntarse con los otros chicos, juega, ríe, baila. Su estabilidad interior parece crecer por el hecho de dejar de tomar durante esos días las drogas a las que está acostumbrado.
Hay alguien en el campamento que le impresiona mucho: es el padre Marcos, un sacerdote que ríe y juega con los chicos. Edimar le busca e interroga: ¿Qué es eso de ser cura? ¿Y no hay mujeres? ¿Es posible vivir así, de un modo tan “extraño”?
Edimar descubre que existe otra manera de vivir. A sus amigos les dice un día: “También yo quiero ser cura”. Le miran con asombro, se burlan de él, aunque lo ven tan decidido que saben que habla en serio.
Cuando hay misa, Edimar quiere ponerse en la fila para la comunión, pero el padre Marcos le aconseja esperar. Un día, hablando con más calma, Edimar reonoce que ha cometido todo tipo de pecados imaginables. El padre Marcos le sugiere pedir perdón a Dios. El chico pregunta: “¿Dios me perdonará?”. El perdón llega a un Edimar sorprendido, admirado: está descubriendo que Dios es Amor y que perdona todo, absolutamente todo…
El campamento ha terminado. Comienza un nuevo curso y mejora sus resultados en la escuela. Sigue en la banda, pero el cambio es cada vez más profundo. Deja la droga y comienza a leer la Biblia. Sin embargo sigue sintiendo la dependencia de la banda y sobre todo de Tiâo, su cabecilla. La vida de Edimar se mueve entre el deseo de cambiar y el delito. No es fácil romper con un pasado tan dramático.
“hoy ha llegado la salvación a esta casa”
Los hechos se suceden con rapidez. En una ocasión, Edimar es encarcelado, pero gracias a las “gestiones” de Tiâo lo liberan en seguida. En otra, Edimar rompe una botella y amenaza a una chica de la clase. Sêmea tiene que intervenir para calmar la rabia del muchacho. Ante la sorpresa de sus compañeros, Edimar pide perdón varios días después.
Poco después confiesa a Leandro, su mejor amigo, que ya no quiere volver a robar. Está decidido a romper del todo con su pasado; a dejar la banda y cambiar de vida. Sêmea le haofrecido la posibilidad de salir de la ciudad y ser adoptado por una familia, y lo acepta. Está todo preparado para que dentro de dos días pueda dejar Samambaia e iniciar una nueva etapa.
Feliz y contento, al día siguiente es el cumpleaños de Leandro y los amigos celebran una fiesta. Aparece por unos momentos Tiâo y luego se retira. Pasan las horas y llega la noche. Los chicos encienden una hoguera en la calle y sigue el festejo. Tiâo regresa armado y algo alterado pues acaba de tomar droga. En ese momento pasa un coche con Regis, jefe de una banda rival. Tiâo le pasa la pistola a Edimar y le ordena matarlo. Edimar se niega. Tiâo, enfurecido, le replica: “O matas a Regis o entonces tendrás que matarme a mí”. Edimar vuelve a negarse y le devuelve el arma.
Nuestro amigo hace un gesto de retirarse. Va en serio lo de dejar el grupo. Tiâo dispara y le alcanza en el cuello; Edimar cae sobre el fuego. Mientras los demás chicos gritan e intentan detenerle, Tiâo vuelve a disparar varias veces al herido. Es la madrugada del 31 de julio y Edimar muere en el traslado al hospital.
La historia podría haber terminado aquí, en su simple dramaticidad, como un absurdo sin sentido. Pero no ha acabado ni puede hacerlo. En el dramático mundo de Samambaia, algunos amigos de la banda , impresionados por el ejemplo de Edimar, cambian de vida. Poco tiempo después, en Brasil, Italia, Rumania, diferentes países de África…, el nombre de Edimar y su historia, materializados en una serie de iniciativas sociales y educativas, llegan a las vida de otros muchos “chicos de la calle” que necesitan un poco de compañía y de afecto para ser rescatados del mundo del delito.
Edimar quedó profundamente impresionado cuando supo que Dios le amaba y perdonaba. Al descubrir el Evangelio de la mano de católicos convencidos, empezó a cambiar . Su deseo de romper con el mal, de vivir de un modo nuevo, de decir un sí convencido al amor, el distintivo del cristiano, le llevó al sacrificio.
Habrá quedado mucho más sorprendido al encontrarse cara a cara con ese Dios que no puede olvidarse de ninguno de sus hijos; que acoge a todos con infinito amor; que repite hoy, como hace dos mil años: “No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”.