En aquel tiempo habló Jesús diciendo: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis digno de la gehenna el doble que vosotros! ¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: “Jurar por el templo no obliga, jurar por el oro del templo sí obliga”! ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el templo que consagra el oro? O también: “Jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar sí obliga”. ¡Ciegos! ¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el altar, jura por él y por cuanto hay sobre él; quien jura por el templo, jura por él y por quien habita en él; y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y también por el que está sentado en él. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello. (Mt 23 13-22)
Bien leído, este texto ambientado en el siglo primero, tiene vigencia perfecta hoy, donde aún hay hipócritas que conducen al pueblo. ¿Cómo han podido pervivir? ¿No serán los mismos escribas y fariseos? Tienen también un nombre propio y otro genérico, su persona y su partido político o creencia de principios que supera en eslabones de cadenas a los de la Ley mosáica y transcripción sionista del siglo primero. Son los que dicen conocer la ley, interpretarla, confeccionarla y promulgarla, pero al final, resulta ser todo un costoso proceso en beneficio propio y de su grupo. El pueblo sigue viendo, callando, conociendo y esperando que alguien con el criterio del humilde Nazareno, vuelva al llamarlos hipócritas -al que lo sea-, y verdadero al sepa vivir en la verdad. ¿De qué han servido entonces dos mil años de Evangelio?
Tremendo varapalo da Jesús a los guías del pueblo de su tiempo, y como es Dios, que trasciende el tiempo y el espacio, hasta hoy llega su correctivo. Los disecciona con el bisturí de la Palabra, y hace que luzca por contraste el criterio de la verdad de Dios sobre la vida de la gente sencilla, humilde.
Y aquello no fue populismo.
No puede quedar oculta por miedo o conveniencia alguna la verdad del hombre. ¿Cómo se vería hoy que un predicador llamase a los jefes políticos, a los jefes religiosos, y de otros estamentos que se dicen conocedores y aplicadores de la ley, «hipócritas, mentirosos, torticeros, buscadores de su provecho, engañadores del pueblo sencillo….?». La querella criminal ante sus propios tribunales estaría servida, y si hubiese pena de muerte, recaería de inmediato sobre aquel atrevido que dudase de su inatacable virtud.
¡Eso le ocurrió a Jesús de Nazaret! Por eso murió en la cruz infamante. Se atrevió a decir todas aquellas lindezas a los poderosos, más todas las que diría sin que Mateo y los otros evangelistas se atreviesen a publicarlas, porque cuando ellos escribieron Jesús era ya el Señor de cielo y tierra para los creyentes. El resultado fue su muerte. En Jn.8,38-50, en aquella terrible discusión con los mismos personajes, Juan se atreve a publicar dos epítetos que no dejarían tranquilos a ningún israelita que se tuviese por hijo de Abraham. Jesús les llama directamente hijos del diablo e hijos de prostitución. Su defensa fue coger piedras para apedrearlo como a la mujer sorprendida en adulterio.
Al examinar mi conciencia sobre mi propia conducta, tengo que reconocer que algún latigazo también me alcanza a mí mismo, a mi conducta y mi pensamiento y juicios, pero me consuela el saber que su castigo cuando lo siento, no es odio, sino de su terapia de misericordia que me lleva al redil del amor. Supongo,–y también eso me consuela– que esa es, o debería ser, la diferencia entre la Iglesia y estructura política y civil. En las dos están los hombres, los mismos hombres, con sus momentos de santidad transparente y de hipocresía oscura. !Dios nos coja confesados! que diría mi padre.