En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres, Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba: el mundo se se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa y los suyos no lo recibieron. Pera a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria; gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. (Jn 1,1-5.9-14)
La Iglesia nos regala hoy lo que me atrevería a llamar el Génesis del Cristianismo. Está el libro del Génesis que nos explica y sumerge en la creación, pero hay un segundo Génesis que nos trata de explicar y nos abisma en el “misterio aún mas grande de la Redención”, que comienza en la Encarnación; Dios no sólo nos muestra su obra, en la que destaca el hombre, sino que Él mismo se manifiesta como hombre, “y acampó entre nosotros”, de modo tal que hemos podido contemplar su gloria, “lleno de gracia y de verdad”.
San Juan Pablo II gustaba llamar a Jesuscristo, involucrando a su santísima Madre, con el honroso título de “nacido de mujer”. Conviene recordar que Ella también está “llena de gracia”. Su hijo, que tomó de ella la carne, asimismo está “lleno de gracia” y, añade San Juan, “de verdad”.
Como “Unigénito del Padre” contiene en si toda la verdad. Por eso se identificaría como “camino, verdad y vida”. No acabaremos nunca de comprender en su profundidad la interdependencia o sinergia de esas tres expresiones, indisolublemente unidas por y en Jesucristo.
Lo que si podemos percibir, a poco que observemos el mundo real, es cómo perecen al unísono la verdad y la vida, y se pierde el rastro del camino que lleva a ambos bienes. El mundo está desorientado, no cree en la verdad ( o cree en la inexistencia de la verdad), y se están secando las fuentes de la vida, de la vida humana (abolición de lo humano, deshumanización, posthumanismo, transhumanismo, tecnohumanismo… exterminio).
Pero nos ha nacido El Salvador. Hoy, incluso inconscientemente, se abre paso la esperanza, hay alegría, es Navidad. Algo asombroso ha acaecido. Dios ha nacido como hombre. Se ha sentido tan orgulloso y apiadado de su creatura que Él mismo se ha revestido de su naturaleza, para elevarla al más alto rango imaginable, a la dignidad más sublime; si Dios se hace hombre, el hombre tiene una dignidad inmarcesible, intrínseca por la creación y comunicada por la encarnación del Unigénito.
Pero hay mucho más. Por medio del intangible vínculo de la Fe, Dios extiende la filiación a los que creen en su Hijo. El asombro de los siglos consiste en que “a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre”.
Hay como tres posicionamientos ante el mismo hecho que frustran el designio sublime de Dios:
La tiniebla no lo recibió.
El mundo no lo conoció.
Los suyos no lo recibieron.
Pero hay una cuarta posibilidad, que es la que la Iglesia proclama hoy; creer en el nombre (el poder) de Jesucristo, y en razón de esa adhesión, “poder de ser hijos de Dios”. Poder de “hacerse” hijos de Dios, traduce la Biblia de Jerusalén. Tanto da, ser o hacerse; dimana del creer en su nombre. Lo desconcertante es que por medio del inaprensible conducto de la Fe Dios mismo engendra a sus hijos. El hombre que cree en Jesucristo recibe directamente de Dios la filiación; “estos – los que creen en su nombre – no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios”. Dios alumbra a sus hijos directamente por la Fe en su Unigénito. En esto consiste la inmensa alegría de la Navidad. Nos abre la posibilidad de reconocernos hijos de Dios.
La analogía con lo actuado en y por María es muy grande. Ella fué fecundada, con su consentimiento, por el Espiritu Santo directamente. Pero la analogía es todavía más proxima a nosotros en la figura de José, el mediante una revelación en el sueño y nosotros por el Evangelio, sabemos que se ha cumplido el envió del Enmmanuel (Dios con nosotros/ y acampó entre nosotros), por lo que estamos llamados a “acoger” estos misterios que, justamente por el asentimiento de la fe, con la acogida existencial, nos hacen hijos de Dios.
Y esta condición nos inunda de alegría, porque ha llegado la acción de Dios. Que no es mera “creencia” insignificante, subjetiva autosugestión, irrelevante socialmente. No, sino que “la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada de sangre serán combustible, pasto del fuego.” “Acreciste la alegría, aumentaste el gozo…la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro los quebrantaste como el día de Madían”.