«En aquel tiempo, habló Jesús diciendo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros encalados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crímenes. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: «Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas»! Con esto atestiguáis en contra vuestra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!”». (Mt 23,27-32)
El Señor, en el Evangelio de hoy, continúa llamando la atención sobre la maldad que lleva consigo el vivir falsamente la Religión; sobre el engaño, el escándalo, de que la Verdad que alimenta la inteligencia y el corazón del cristiano, no dirija después sus pasos para hacer de su vida un acto de amor a Dios y a los demás.
Jesús comienza hablando de “los sepulcros blanqueados”. Los fariseos a los que se dirige el Señor son, para nosotros, un espejo de los cristianos que reciben a Cristo en los sacramentos, que son conocidos por su vida “social” cristiana —van a Misa, se casan en la Iglesia, bautizan a sus hijos— pero después son injustos con los demás, son infieles en sus familias, murmuran y calumnian; los sembradores de discordia y no de paz; los egoístas; etc., etc.
Para esas personas, la presencia de Cristo en sus vidas es sencillamente algo externo, como un vestido que cambian en una ocasión y en otra, según las circustancias y sus intereses. Sus actuaciones, escandalosas, dejan muy claro que son personas a quienes les falta la Fe, les falta la Esperanza, les falta la Caridad.
“Por fuera parecéis justos”. Es el escándalo de la conducta de quienes aparentando una Fe que no viven, hacen daño a las almas con su mal ejemplo, porque son mentirosos, porque nunca se preocupan del bien de los demás, porque son lujuriosos, porque son soberbios y orgullosos. Porque, en definitiva, por su corazón duro no se han dejado convertir por el amor de Dios.
El Señor había llamado ya la atención a quienes escandalizan a “uno de sus pequeños”, y la advertencia fue clara y dura: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le pongan al cuello una rueda de molino, de las que mueve un asno, y sea arrojado al mar” (Mc 9, 42). El Señor alza de nuevo la voz en el Evangelio, la dirige a los “hipócritas” y los sitúa delante de su pecado: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas… Colmad la medida de vuestros padres!!”.
¿Quiénes son estos “hipócritas”? Quienes convierten esa relación tan personal con Dios, tan de familia de Dios, quienes convierten el buen testimonio de fe en la parroquia, entre los amigos, con sencillas ceremonias externas; quienes participan en algún acto público en el que sea vea que aparentemente sigan en veneración con los “profetas”, con la verdad de Cristo. Son “católicos” y creen en Cristo, pero luego, su conducta, su actuación es contraria a la ley de Dios y a las palabras del Señor. Los “escandalizadores”, los “hipócritas” quieren vivir “de la Iglesia”, quieren vivir de “ser católicos”. No viven, sin embargo, ni con Cristo, ni en la Iglesia.
¿Por qué el Señor echa en cara de esa manera a estas personas su conducta? Porque Cristo quiere vivir con nosotros, quiere que descubramos que hemos sido creados a “su imagen y semejanza”, y quiere que transmitamos con nuestras vidas esa luz del amor de Dios a todas las criaturas.
“Vosotros sois la luz del mundo”, dice Cristo a los Apóstoles. A ellos y a cada uno de los que creemos en Él. Somos “luz del mundo” en la medida que reflejamos, con nuestras palabras y nuestras obras la luz que recibimos del Señor. Nuestras obras han de ser la manifestación más clara de la fecundidad de nuestra Fe, de la fuerza transformadora de nuestra Fe. Ya desde el comienzo de su predicación, el Señor hizo una invitación siempre actual: “Convertíos, y creed el Evangelio”.
Ser cristiano es seguir esa invitación a la conversión que jamás tiene fin “He venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué quiero sino que arda?” (Lc 12, 49). La Gracia que recibimos en el Bautismo y, después, en todos los Sacramentos, va llenando nuestra mente para que llegue a contemplar la realidad con la mirada de Dios, con los ojos de Dios. Va llenando nuestro corazón, para que amemos a los demás con el corazón de Cristo, “como Yo os he amado”.
Las palabras del Evangelio de hoy pueden parecer unas “maldiciones” que se contraponen a las bienaventuranzas, que el mismo Cristo dirigió a todos en el sermón de la Montaña. En realidad son advertencias claras que brotan de su Corazón Misericordioso, para que jamás perdamos el camino de amistad y de unión con Dios en nuestra vida terrena, que termina en el Cielo. Y nos recuerdan el dulce peso que todos los cristianos hemos de llevar con cariño en nuestro corazón: el dulce peso de dar testimonio de la Verdad, de Jesucristo, que “es el Camino, la Verdad y la Vida”. La Virgen Santísima, Reina de los Apóstoles, nos ayudará a huir del escándalo, de la hipocresía; y a dar un testimonio amable de nuestra Fe.
Ernesto Juliá Díaz