En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en la casa de Simón.
La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le rogaron por ella.
El, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles.
Al ponerse el sol, todos cuantos tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban, y él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando.
De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían: «Tú eres el Hijo de Dios».
Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías.
Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar desierto. La gente lo andaba buscando y, llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos.
Pero él les dijo: «Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado».
Y predicaba en las sinagogas de Judea (San Lucas 4, 38-44).
COMENTARIO
En este pasaje evangélico que hoy nos narra San Lucas, vemos a Jesús realizando una sucesión de milagros, muchos de ellos sobre la salud corporal de las personas, pero habla también de demonios que salen y a los que no solo saca, sino que ordena callar para no delatarle. Ese secreto mesiánico que Jesús se esforzó por mantener fue probablemente para que su divinidad fuese lo suficientemente evidente para el que la busque con sincero corazón la encuentre y lo suficientemente escondida para tener que buscarla con el interés del que desea la verdad y se molesta y esfuerza por alcanzarla.
Es escalofriante pensar que el mismo demonio reconoce a Jesús como el “Hijo de Dios” y muchos hombres no quieren saber nada de él, por culpa del mismo demonio, al que sirven pero tampoco reconocen como tal. Es un misterio impresionante: el demonio tiene la fe en Dios que muchos hombres no tienen.
En el Evangelio de hoy se ve a Cristo en un despliegue impresionante de poder sobre las fuerzas naturales que doblegan a los hombres como la enfermedad y la posesión por el mal. Jesús pasa y hace el bien a todos, pone orden, paz y bien, donde había enfermedad y maldad. Sigue el evangelio contándonos que al final le fueron a buscar para retenerle y que se quedase con ellos sin separarse. Yo me pregunto que actitud tendría con un hombre así que pasase por mi vida de esta forma, también le querría a mi lado en todo momento. Sería como un solucionador mágico de problemas, una especie de lámpara de Aladino que frotamos cuando estamos en apuros y necesitamos que se nos cumpla un deseo. Esto que visualizamos en el Evangelio en forma de fiebres, enfermedades y demonios son los enemigos del hombre, las cosas que nos hacen sufrir, que amenazan la paz de nuestras vidas, lo que llamamos “malo”. Jesús es la solución al mal, el sembrador de bien, pero no es sólo “nuestro”, como pretendían aquellos hombres que relata san Lucas, como un utensilio personal para la felicidad, una especie de barita mágica. Jesús no es eso, pero nosotros a veces pretendemos que sea eso y si recurrimos a El y no nos soluciona el problema lo dejamos de usar y nos olvidamos de El. Es un cristianismo utilitarista que busca reparar el mal ostensible, el que nosotros sentimos, como la fiebre, el dolor y todos los demás demonios de nuestra vida. Queremos un Cristo que nos haga los milagros que necesitamos y si no funciona, nos sentimos decepcionados.
Jesús hizo los milagros que en su infinita sabiduría sabía que tenía que hacer para acercar a los hombres que necesitaban ver para creer. Hoy hace también milagros, de otra forma, en el silencio de cada alma, también para seguirle cuando las fuerzas flaquean o cuando es necesario en el misterio de la fe de cada persona. Y nosotros ¿Qué podemos saber de algo así?
Lo que si podemos saber es que a Jesús hay que seguirle con o sin milagros, porque el regalo de la fe es el camino al Cielo, el gran milagro en la vida de cada persona. Con eso basta. No necesitamos cosas espectaculares, solo saber que está a nuestro lado en el camino de la vida y que pase lo que pase, no le dejaremos nunca, ni El a nosotros, porque nuestra relación es el amor, no el interés por sus milagros. Quien camina así por la vida probablemente recibirá muchos milagros de Jesús cada día sin que nadie se entere, ni nosotros mismos.