Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.»
José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: «Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto.» Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven» (San Mateo 2, 13-18).
COMENTARIO
28 de diciembre, día de los “Inocentes”. Fiesta que asociamos a que hoy toca soportar estoicamente y con resignación chanzas de amigotes que, probablemente sin mala intención, en el fondo nos ponen en nuestra realidad: somos bastante más ingenuos de lo listos que nos creemos. Mi recuerdo de este día, desde que tengo uso de memoria, es que, prácticamente todos los aguinaldos de los días 24 y 25 los dilapidaba el 28 en artículos de broma. Los “piperos” y “kiosqueros” de mi pueblo hacían su agosto en diciembre conmigo y con otros tantos como yo. Literalmente se aprovechaban y nos engañaban con artículos que ni tenían gracia ni funcionaban la mayoría. No hacía falta que nos colgasen el muñeco de papel en la espalda. Según nos dábamos la vuelta del mostrador con los bolsillos vacíos de aguinaldo y llenos de petardos húmedos y bombas fétidas caducadas, esbozaban la sonrisa sarcástica del embaucador al tiempo que musitarían, con toda razón: ¡inocente!
Sin embargo, había algo que no me terminaba de cuadrar. Cuando preguntaba a mi madre por el origen de esta tradición y me contaba la historia de la matanza de los niños por parte de Herodes, no acababa de encajar en mi mentalidad cómo podría “celebrarse” lo que, sin duda, fue una injusta masacre riéndose del prójimo, aunque no hubiese mala intención. La respuesta de mi madre solía ir en la línea de: Dios es bueno y perdona todo. Argumento que no acababa de convencerme y que se me pasaba con la misma rapidez que seguía tratando de reírme a costa del personal.
Y es cierto, que la reflexión a la que invita el evangelio de hoy no es ninguna broma. El sufrimiento, en general; y el sufrimiento de los inocentes, en particular; sigue siendo piedra de toque y motivo de crisis de fe para todos, de una u otra manera: ¿Tiene sentido el sufrimiento de los inocentes?
Ver a los inocentes sufrir y morir desgarra el corazón. ¿Por qué tienen que sufrir precisamente ellos? ¿Qué sentido tiene su dolor? Si Dios existe, si nos ama, ¿por qué no impide estas injusticias?
“¿Cómo puedo creer en Dios, cuando permite la muerte de un niño inocente?”, pregunta Iván en “Los hermanos Karamazov” de Dostoievski. Como él, muchos rechazan a Dios o le culpan al no encontrar respuesta al grito de esas víctimas.
Y es tal el elenco de inocentes que podemos encontrar en nuestro alrededor; los descartados a los que el Papa Francisco se refiere continuamente: Niños no nacidos, ancianos a los que la única salida que se les ofrece es la eutanasia, niñas apenas adolescentes tratadas como mercancía, pateras hacinadas a modo de trenes dirigidos hacia campos de exterminio, ahora situados en medio del mar; jóvenes esclavos encadenados a las más variopintas sustancias dejando regueros de salud, enfermedades crueles, muchas inevitables pero otras… como decía Sta. Teresa de Calcuta, la verdadera pandemia de nuestro tiempo es la soledad.
Hubo quien dijo, ante el escándalo que provoca el sufrimiento de los inocentes, que la mejor defensa que puede haber para Dios es, simplemente, negar su existencia.
Benedicto XVI en su viaje a Polonia en 2006, ante el campo de exterminio de Auschwitz se preguntaba: “¡Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar! Siempre surge de nuevo la pregunta: ¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este triunfo del mal?… ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”
También diría el Papa Benedicto: “En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios.”
Un grito silencioso, un lamento como Jeremías: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven». (Jer. 31, 15 y que recoge el texto de hoy).
Curiosamente este “lamento” de profeta Jeremías está, dentro de su libro, en lo “oráculos de la restauración” y es el culmen de una invitación a la esperanza en medio de un situación de auténtica desolación. El profeta recuerda a Raquel, la favorita de Jacob, madre de José y Benjamín, abuela de Efraim (así se llama varias veces al Reino del Norte). Raquel, la que murió de sobreparto, actúa aquí de plañidera, se fija en sus hijos muertos; los que, elegidos por Dios, no han llegado a nacer. Su llanto inconsolable es la respuesta a mensaje del Dios que quiere y busca la restauración. Raquel, Jacob, José, Benjamín… elegidos por Dios, a la forma que Dios tiene de elegir. Designio incompresible en su historia presente concreta pero absolutamente providenciales para la “Historia de la Salvación”, en la que el plan de Dios tiene la última palabra
Termina Benedicto XVI en Auschwitz: “Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios. Sólo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos hacernos jueces de Dios y de la historia. En ese caso, no defenderíamos al hombre, sino que contribuiríamos sólo a su destrucción. No; en definitiva, debemos seguir elevando, con humildad pero con perseverancia, ese grito a Dios: «Levántate. No te olvides de tu criatura, el hombre». Y el grito que elevamos a Dios debe ser, a la vez, un grito que penetre nuestro mismo corazón, para que se despierte en nosotros la presencia escondida de Dios, para que el poder que Dios ha depositado en nuestro corazón no quede cubierto y ahogado en nosotros por el fango del egoísmo, del miedo a los hombres, de la indiferencia y del oportunismo.
Elevemos este grito a Dios; dirijámoslo también a nuestro corazón, precisamente en este momento de la historia, en el que se ciernen nuevas desventuras, en el que parecen resurgir de nuevo en el corazón de los hombres todas las fuerzas oscuras: por una parte, el abuso del nombre de Dios para justificar una violencia ciega contra personas inocentes; y, por otra, el cinismo que ignora a Dios y que se burla de la fe en él.”
…Pero, quizás, para muchos de nosotros siga siendo más cómodo no mirar de frente el rostro del hombre herido y buscar una espalda donde colgar un monigote de papel…