Pero Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe si cayó en las manos de Satanás o en las de Dios. El destino eterno de la criatura es un secreto de Dios. La Iglesia nos asegura que un hombre o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero de nadie sabe ella misma que esté en el infierno.
He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a rendirnos a aquel que perdona gustosamente, a arrojarnos en los brazos abiertos del Crucificado. Lo más grande en el asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía bien lo que estaba madurando en el corazón de su discípulo; pero no lo expone, quiere darle la posibilidad hasta el final de dar marcha atrás, casi lo protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza, en el Huerto de los olivos, su beso helado, e incluso lo llama Amigo. Cuando en la cruz reza: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», no excluye de ellos a Judas.
¿A quién seguiremos nosotros, a Judas o a Pedro? Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo. ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a Jesús, sino haber dudado de su misericordia. Existe un sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el sacramento de la Reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús como maestro, como Señor, pero aún más dulce experimentarlo como aquel que te saca fuera del abismo.
en la celebración de la Pasión del Señor, en la basílica de San Pedro