El primer día de la semana, María Magdalena echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó (San Juan 20, 2-8).
COMENTARIO
María Magdalena va de madrugada, cuando todavía estaba oscuro al sepulcro. ¿Qué hace una mujer sola de noche? No lleva ungüentos ni va con otras mujeres, no pretende ungir el cadáver de Jesús, sino busca a un esposo vivo. Por eso se turba al encontrar la tumba abierta y vacía y corre a avisar a los apóstoles. Salen Pedro y el otro discípulo, al que la tradición identifica con Juan, el autor del evangelio y testigo del hecho.
El otro discípulo, más joven, llega primero y “ve” sin entrar. Ve las vendas en el suelo, la sábana con la que había sido envuelto el cuerpo de Jesús, y el sudario que cubría su cabeza, plegado en un lugar aparte. Allí no estaba el cuerpo de Jesús, no estaba Jesús, por eso, al entrar tras Pedro en el sepulcro, creyó.
El cristianismo no se basa en especulaciones o teorías, sino en hechos. Contrariamente a la lengua griega, cuyas raíces se basan en sustantivos, en ideas, el hebreo y con él el arameo, la lengua hablada por Jesús, sus raíces son predominantemente verbales. Se sustenta en acontecimientos no en conceptos. Dios se había declarado ante Moisés, como “el que es”, el que actúa en la historia. Es lo que ha hecho desde el instante mismos de la creación del mundo, su primera y fundante intervención en el devenir del mundo y del hombre. Actúa cuando llama a Abram, se manifiesta a Moisés, libera a Israel y lo constituye como su pueblo de elección; le habla por medio de los profetas y de los acontecimientos de la historia y actúa, sobre todo, con el acontecimiento culminante de la historia: la encarnación del Hijo en la persona de Jesús de Nazaret, en su ministerio y en su pasión, muerte y resurrección.
Se trata de su palabra definitiva, la que pronuncia con su acción de resucitar a Jesús de entre los muertos. Juan ha comprendido por fin, quién es Jesús de Nazaret. Durante todo su ministerio público había ido preparando a sus discípulos para este acontecimiento: la liberación de quien “por el miedo a la muerte tiene a todos los hombres sometidos a esclavitud”. En Cristo, la muerte ha sido definitivamente vencida. No hemos sido hechos para la muerte sino para la vida eterna; sólo que la vida se gana perdiéndola, amando. Eso es Dios, eso es lo que nos ha mostrado Jesucristo: el amor hasta el extremo. Él se ha dado por entero, se ha gastado por amor a nosotros, dado hasta la muerte. Por eso, porque ha manifestado el amor total, ha mostrado la naturaleza de Dios, ha sido resucitado y constituido Señor de todo lo que existe. Juan lo ha visto y ha creído. Y el que lo ha visto lo cuenta como testigo, para que también nosotros creamos y creyendo tengamos vida eterna.