En aquel tiempo, dijo el Señor: «¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis más bien? “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú”.
¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”» (San Lucas 17, 7-10).
COMENTARIO
Cuando vemos el agua correr por un arroyo o al viento mecer un árbol en la dirección que este sopla, nos puede parecer algo bello, pero además es muy didáctico en el sentido espiritual. El agua sigue el curso del río, de la montaña al mar y el árbol se deja mecer en la misma dirección en la que sopla el viento y en la medida de la fuerza con que sopla. Agua y árbol son obedientes a la Naturaleza, hacen lo que tienen que hacer con total docilidad, pero como carecen de libertad no puede el agua, si quisiese, ir corriente arriba o el árbol mecerse en la dirección opuesta a la del viento. Nosotros, que sí somos libres, criaturas excepcionales en la creación y con capacidad para mantener con Dios, una relación especial, con el mismo que hace correr el agua por el arroyo y mecer el viento, podemos desobedecer a la naturaleza de nuestra propia vida. Nosotros tenemos poder, por el regalo de la libertad, para desobedecer a Aquel que nos ha dado y sostiene a cada instante en nuestra existencia.
En el Evangelio de hoy, con unos ejemplos de la época sobre criados y amos, cinturas ceñidas, comidas, bebidas, labranzas y pastores, Jesús nos enseña que hay un recto orden natural entre Dios y los hombres y que está basado en la simple obediencia. Esta es una palabra caída en desgracia porque se entiende como sumisión o humillación y privación de libertad, pero si volvemos a la imagen del agua y el árbol entenderemos que la naturaleza es grandiosa porque es obediente a su creador, en el nacer y en el morir, a cada paso hace lo que tiene que hacer y es para lo que existe. Nosotros somos criaturas de Dios, llamadas a la existencia por un incomprensible amor y dotados por ello de libertad, la que confiere el mismo amor. Esa libertad no debe ser un obstáculo para obedecer sino para que nuestra obediencia sea digna de aquél a quien obedecemos, nuestro Padre y creador.
Lo que es obligado de hacer, no hay que agradecerlo, simplemente se hace y forma parte del orden natural de las cosas. Si Dios es Dios, lo que mande es obligado cumplir y no tiene nada que agradecernos porque le obedezcamos. ¿Tendría sentido que Dios nos diese las gracias por haber sido buenos, por cumplir sus mandamientos o por rezar?
La obediencia del siervo a su amo es el orden natural de la relación de Dios con su criatura creada por amor, es la base del orden natural, de la paz del hombre con la naturaleza y consigo mismo. Y después de todo esto, repetirnos a diario: «siervos inútiles somos, hemos hecho lo que teníamos que hacer». Y si alguien tiene que dar las gracias, somos nosotros al Padre, en ese clima de obediencia aceptada y entendida desde mi libertad, sólo así mi vida será tan serena y bella como el agua que fluye por el río o el árbol que dócil se mece con el viento.