“Él respondió: Heme aquí” (Éx 3,4b).
Heme aquí, responde Moisés a la voz que acaba de pronunciar su nombre. Digamos que la búsqueda de Moisés de dar con una explicación a lo que le parecía tan extraño, ha tenido un resultado que sin duda superó por completo sus expectativas: se ha encontrado con la Voz. La Voz del Santo, como así la llaman los profetas de Israel. Es la Voz que convoca al pueblo y lo libera de sus opresores: ‘Levántate. Jerusalén, sube a la altura, tiende tu vista hacia Oriente y ve a tus hijos reunidos desde oriente a occidente, a la voz del Santo, gozosos del recuerdo de Dios… Porque Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria, con la misericordia y la justicia que vienen de Él” (Ba 5,5-9).
La respuesta de Moisés ante Dios, ante su Voz, que es lo mismo, nos indica la puerta por la cual entramos en su Misterio, en su intimidad. Es la actitud, la única posible, que permite al hombre adorar a Dios en espíritu y verdad (Jn 4,24).
Decimos que es la única actitud posible porque sólo desde ella entra el hombre en la verdad en lo que respecta a su relación con Dios. Es la actitud que le impide salirse por la tangente a la hora de sopesar lo que Dios quiere de él. El heme aquí implica tener el oído abierto a sus propuestas. Al mismo tiempo, El se siente libre para hacerlas”.
Con el oído abierto, también el hombre baraja las cartas de su libertad. Quiero decir que, ante las propuestas recibidas, puede aceptarlas o rechazarlas, pero nunca adulterarlas. El heme aquí de Moisés -como también de Samuel (1S 3,10). Isaías (Is 6,8), etc.-, es como el sello que indica quiénes son los hombres y mujeres que tienen circuncidados el oído y el corazón. Tenemos también el caso contrario: la incircuncisión de oído y de corazón; que es justamente lo que Esteban hace notar en forma de denuncia a los ancianos del sanedrín, y que, por supuesto, le condujo al martirio: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así también vosotros!” (Hch 7.51).
El heme aquí definitivo, el de la plenitud, le corresponde al nuevo Moisés, aquel que abre el nuevo éxodo, aquel cuya meta no es una tierra sino Dios mismo que además es Padre. Por supuesto que me estoy refiriendo a Jesús, el Señor, el que fue anunciado proféticamente como aquel que, sin ninguna carta en la manga, hizo de toda su vida un “¡heme aquí. Padre mío, aquí estoy para hacer tu voluntad!”
Hasta tal punto estuvo el Hijo pendiente de la voluntad de su Padre, que llegó a decir a sus discípulos que hacerla era su alimento de cada día a fin de llevar a cabo su obra: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).
Entre los numerosos textos proféticos que anuncian al Mesías como aquel que pondrá la voluntad de Dios por encima de toda ambición o causa personal, nuestros ojos se detienen en uno que nos sorprende por su fuerza y originalidad. Es un texto que encontramos en el Salmo 40 y que vamos a desentrañar con, por supuesto. la ayuda del Espíritu Santo.
Empezamos por entresacar el pasaje concreto: Ni sacrificio ni oblación querías, pero me has abierto el oído no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: Heme aquí, que vengo para hacer tu voluntad, tal y como está escrito en tu libro santo” (Sal 40,7-9).
La profecía contiene un mensaje fortísimo. Como hemos podido observar, nos dice que a Dios no le agrada ni el sacrificio ni la oblación; que, por encina de todo ello, sus ojos se complacen en aquellos que tienen su oído abierto. La catequesis arroja una luz potentísima que ilumina la realidad de nuestra religiosidad.
No se trata tanto de si Dios acepta o no los sacrificios o privaciones del hombre. El problema consiste en si estas prácticas no son más que una tapadera para esconder lo realmente importante: ¡estar dispuesto a hacer la voluntad de Dios! Si es realmente una tapadera estamos ante una actitud desagradablemente perniciosa. Los sacrificios no sirven más que de trompeta cuyo sonido impide escuchar las propuestas que Dios quiere hacernos.
El “me has abierto el oído”, que proféticamente pone el salmista en la boca del Mesías, es presentado como la actitud perfecta ante Dios, la apertura total a hacer su voluntad. Y no es una apertura ciega sino confiada, porque el que le habla es su Padre. Oído abierto implica amor en plenitud. De ahí que pueda responderle “heme aquí que vengo, aquí estoy”.
Aquí estoy, dijo Jesús al Padre en el terrible combate que libró en el Huerto de los Olivos la noche en que fue entregado, noche que abrió el pórtico de nuestro rescate. ¡Aquí estoy, no se haga mi voluntad sino la tuya! (Mt 26,42).