En aquel tiempo, Jesús gritó diciendo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas.
Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo, lo hablo como me ha encargado el Padre» (San Juan 12, 44-50).
COMENTARIO
Estamos viviendo, con María Santísima, este tiempo de alegría pascual. Unas semanas en las que toda la Iglesia celebra la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte y el pecado. Y hoy, Jesús, espera que nuestra Fe nos una a Él para siempre.
Jesús dijo: “El que cree en Mí, no cree en Mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a Mí ve al que me ha enviado”.
El Señor nos invita a creer en Él. No hace ningún gesto aparatoso que atraiga nuestra atención, y nos mueva a creer en Él. No se quiere imponer. Quiere que le conozcamos mejor, y conociéndole, que nuestro corazón se mueva a amarle y a seguirle.
“Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en Mí no siga en las tinieblas”.
El abismo que nos separa de Dios Padre y Creador, es inmenso y el hombre no tiene modo alguno de recorrerlo. El hombre ha adorado a dioses falsos, a dioses con los que su mente y su corazón han querido tranquilizarse y colmar el vacío inmenso que descubre en su corazón anhelante de Dios, de Dios verdadero, del Único Dios.
El Señor no se impone, no obliga a nuestra libertad a seguirle deslumbrando nuestra inteligencia con una luz avasalladora. No. Respeta nuestra libertad; ama nuestra libertad; quiere ser amado por un corazón y una inteligencia libre. Y a la vez, nos recuerda nuestra responsabilidad de buscarle, de conocerle, de salir a su encuentro.
“Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no lo condenaré, porque no he venido para condenar al mundo, sino para salvar al mundo”.
El Señor no necesita condenar a nadie: somos nosotros los que nos condenamos, si no queremos escuchar sus palabras; o si, al escucharlas, no queremos seguirlas.
Cristo ha venido a la tierra “para dar testimonio de la Verdad. Todo el que es de la Verdad escucha mi voz” (Jn. 18, 37).
Y no podemos pensar que sus palabras, que recogen los Evangelios, corresponden a una determinada época de la historia, a los pensamientos de una cultura, de una raza de seres humanos o de una nación o un pueblo. Cristo nos está transmitiendo con sus palabras y su vida; las Palabras y la Vida de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Palabras Eternas que serán siempre eficaces y estarán siempre vivas en todas las generaciones de hombres y de mujeres hasta el fin del mundo.
“Porque yo no he hablado por cuenta mía, el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna”.
Las palabras de Jesús son muy claras. Es la Luz del mundo; y a nosotros, a la Iglesia, le corresponde transmitir íntegra esa Luz: que Cristo es el Hijo de Dios hecho hombre; que Cristo es la Voz de Dios Padre, que Cristo tiene Palabras de Vida eterna, que la Fe y la Moral nos unen a su propia vida y que rechazar sus Mandamientos es nuestro gran pecado.
Es la gran responsabilidad del cristiano: recibir la Luz de Cristo; vivirla y transmitirla a su alrededor; sea la luz del mundo en su familia, con sus amigos, con ocasión y sin ella. Y hacerlo con sus palabras: la Fe, y con sus obras: la Caridad.
“Vosotros sois la sal de la tierra, (…) Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5, 13-14). ¡Qué responsabilidad! ¡Qué carga! Renunciar a ser la sal de la tierra es condenar al mundo a permanecer soso y sin gusto, renunciar a ser la luz del mundo es condenarlo a la oscuridad (card. Sarah).
“Causa de nuestra alegría”. La Virgen Santísima vive con nosotros esa gran batalla de paz y de alegría cristiana, que el Señor nos pide para encender “todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón” (Camino, 1).