En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud.
En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley.
El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos.
Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos» (San Mateo 5, 17-19).
COMENTARIO
Como seguramente todos sabemos, Mateo escribe para una comunidad judía convertida al cristianismo. Nos encontramos en el sermón de la montaña que nos muestra un discurso diferente al que podemos encontrar en el evangelio de Lucas. Mateo nos presenta a un Jesús que sube al monte, como Moisés, pero no para entregarles una nueva Torá —como algunos interpretaban—, sino para despojar a esta de las envolturas con las que había sido ocultada. La Torá —la Ley— no era un adorno: su cumplimiento no se limitaba a normas, ritos y actos externos mostrados públicamente buscando el aplauso y el premio. Jesús les anuncia que no va a cambiar absolutamente nada de la Ley, sino que va a mostrar cómo toda la historia que su pueblo había vivido, todo lo que el Padre había expresado a través de acontecimientos y palabras durante siglos, encontraba su zenit, su cumplimiento en Él, en el corazón de Jesús de Nazaret. Es más, hace ver a sus discípulos que la grandeza que buscaban —al desear un puesto cercano a Él en el reino de los cielos—, está en el cumplimiento y enseñanza de esta Ley que tiene el poder de generar en el corazón del hombre el AMOR. La hipocresía del mundo religioso del tiempo de Jesús se esconde en la enseñanza de una Ley que no viven; la llevan en sus filacterias, la colocan en las jambas de su casa, en las puertas y se la cuentan a sus hijos, pero no la tienen grabada en sus corazones.
Mateo, en este evangelio, les da la clave a sus oyentes —y a nosotros— de cómo alcanzar un buen puesto en el reino de los cielos: la humildad, la pequeñez. El pecado original nos acecha: la soberbia. Querer interpretar «yo» la ley, con mis criterios, con mis conocimientos, implica reducirla y al mismo tiempo ponerme por encima de Dios. El reino de los cielos es de aquellos que como María, acogen la ley del Señor, su palabra, su voluntad con un «hágase». Este «hágase» es el efecto de la Ley —síntesis del amor a Dios y al prójimo— que María tenía grabada en su corazón y que da como fruto al mismo Cristo.