En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó: «Señor, ¿serán pocos los que se salven?»
Jesús les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: «Señor, ábrenos»; y él os replicará: «No sé quiénes sois.» Entonces comenzaréis a decir: «Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas.» Pero él os replicará: «No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.» Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos» (San Lucas 13, 22-30).
COMENTARIO
Mientras Jesús camina hacia Jerusalén en donde va a entregar su vida por la salvación de los hombres, uno le pregunta por la cantidad de los que serán salvados. Jesús, no responde directamente, sino que como es su costumbre, va a lo esencial: lo importante no es cuántos sino cómo: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha». La puesta que da acceso a la vida, lo mismo que el camino que conduce a ella, son estrechos. Pero no porque se trate de un camino de sufrimiento y una puerta de estrecheces y penalidades. Es estrecha porque por ella sólo entran los niños.
Jesús lo afirma en otro lugar:» Si no os hacéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos». Mientras que el camino que lleva a la perdición es ancho, porque por él pasan los ricos, que viajan con todas sus pertenecías a cuestas, como son tanto sus riquezas materiales como las espirituales: proyectos, deseos, razones, derechos…, el que conduce a la vida es estrecho porque es el camino de los pobres y de los pequeños, que se han despojado de todas sus posesiones y afecciones. Por ello no reivindican, no exigen nada, sino que, como niños, se fían de Dios, su Padre y dejan que sea Él quien conduce su vida.
Así, en completa pobreza y perfecta obediencia, como Cristo, le siguen hasta Jerusalén, dispuestos a dar su vida sirviendo a los demás.
Esta es la puerta estrecha que da acceso a la salvación. Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos.