«Marta [ y María también luego] dijo a Jesús: «Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano»… Jesús le respondió con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!». Y el muerto salió…» (Jn 11,1-44). He citado este pasaje de Juan entrecortadamente, entre otras razones, para hilar al texto evangélico esta meditación con todo el respeto y veneración posibles, y porque visto así, el asombro y la admiración que su relato me provoca es aún mayor de los ordinarios. La admiración por estos textos “fuertes», anastásicos, de resurrección, proviene de que en ellos —sobre todo en este— veo que la cosa tratada por Juan tiene la muerte de un lado y del otro, la vida. «Irse y volver» es una cosa tan extraordinaria que solo puede contarse de forma extraordinariamente sencilla.
Así lo hace Juan 11,1-44. En sus narraciones hay «un poco y…; otro poco y…», o bien, un «momento ahora», con otro «antes» y otro «después», a cada lado. Además hay también un «aquí» situacional que escenifica la intervención de Jesús admirablemente: Él en el centro; a sus lados, unos y otros. De esta forma, la descripción resulta narrativa y la narración es deliciosamente descriptiva: yo diría que es un autosacramental, sobre todo porque representa sacramental, simbólica y misteriosamente lo más escondido del drama del vivir y morir. Juan nos acerca a tan profundo misterio suave y fuertemente, no para comprenderlo y así dominarlo, sino para acceder a la comunión con Él, para encontrar una forma de intimidad, que es su más acabada posesión e intelección.
Bécquer, en la Rima LXXIII, acompasa los versos al ritmo de una reflexión honda y sentida: «¡qué solos se quedan los muertos!». La soledad y la compañía nos viene del rostro humano. Es el rostro el que despierta esa intima relación de contacto y proximidad personal que crea el ámbito de lo humano y establece el apego, la solidaridad, y el amor. Es un ejercicio de responsabilidad hacia el otro mirar a su rostro, haciéndose cargo de su persona, asumiendo su irrepetible e incondicionada singularidad. En su rostro, el otro me entrega una tarea: introducirme en su mundo. Y ya desde entonces no estamos solos. Dos rostros que se miran fundan la comunidad, rompiendo la soledad y el aislamiento. También en el caso de Dios y nosotros. El rostro de Yahvé tiene gran relevancia para el A.T.: contemplar el rostro de Dios es mantenerse en su presencia y encontrar el bien y la felicidad; por el contrario, que Dios oculte su rostro equivale a bajar a la fosa, según el salmista (Sal 143,7).
Pues bien: el rostro de un hombre muerto altera en profundidad esta relación y sumerge al fallecido en la soledad original, y a quien lo contempla lo desplaza fuera, a la periferia de la comunión. Se necesita un adicional intento de acercamiento, que generalmente se opera gracias al afecto, a la amistad, al amor: sentimientos que solo están en los aún vivos. Si no es por el amor, el esfuerzo de acercamiento se frustra en la «incapacidad» del rostro del otro por mirarme, por «llegarse a mí». Bécquer tenía razón: el cadáver yace en la impavidez y en la impasibilidad. La muerte levanta una barrera, a la vez que un límite infranqueable…
¿infranqueable? ¿Del todo imposible de traspasar?
La fe cristiana introduce en este momento un cambio sustancial. A Jesús de Nazaret le cubrieron el rostro antes de su sepelio, conforme a la costumbre judía (y oriental) de sepultar (Jn 19,40). Entre nosotros también. Bécquer iniciaba su Rima así: «Cerraron sus ojos/ que aún tenía abiertos;/ taparon su cara/ con un blanco lienzo…». Ahonda el poeta: con este gesto nuestro corazón experimenta el desarme, el vaciamiento y el anonadamiento totales, porque «Allí le acostaron (en el nicho)/ tapáronle luego,/ y con un saludo/ despidióse el duelo». La despedida se alea con la soledad y alcanza esa dimensión profunda e insondable que mejor define nuestra sensibilidad humana. Por eso Jesús lloró y nosotros lloramos. En modo alguno es una enfermiza neurosis; es la expresión de haber llegado, en la muerte de otro, a tocar fondo en nosotros. Fondo que es movedizo, muy impresionable y lábil.
La fe atiende a los reclamos de la naturaleza y a la recta filosofía: la grandeza del hombre honesto consiste en emerger de aquel fondo al nivel consciente de lo cotidiano, asumiendo nuestros límites y conviviendo con la angustia de la finitud. Pero en Cristo, Dios nos ha mostrado que emerger de la nada angustiosa supone «descender con Él en la muerte, para con Él subir a la Vida». El hombre —todo hombre— ha de bajar a la muerte; pero ningún hombre está «condenado» a permanecer allí. Haber sido salvados por Cristo significa ontológica y existencialmente experimentar que la soledad de dentro encuentra respuesta de fuera: viene de Otro que pasó por lo mismo. En términos teológicos: Cristo no solo murió sino que estuvo «ek necrón» (entre los muertos). Las citas neotestamentarias son abundantes, y su significado está en que su paso por la muerte fue completo, pero sostenido por el poder del Padre para engendrar en nosotros la experiencia de una pascua como la suya: «porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección como la suya» (Rm 6,5). Considero que este breve texto de Pablo es quizá la mejor explicación de qué es «ser salvados en Cristo».
Dicho de otra manera: la temporalidad humana nos lleva al final de la vida como un acabar entre los muertos, y la condición natural no da para más. Pero la orgánica unión con la vida de Cristo resucitado, a través del Bautismo, nos da como don gratuito la esperanza de no permanecer en el sepulcro «para siempre». Él, el Señor, volverá y nos abrirá desde fuera, desde un punto que nosotros no podríamos alcanzar. El Señor Jesús nos espera en el límite mismo de nuestras posibilidades.
La muerte, en la línea ontológica de Heidegger, bloquea el tiempo y conduce al anonadamiento del ser, del mío, y por tanto me encierra en la angustia de la nada final. En la línea de E. Bloch —desde la perspectiva de la vida como culminación de la tarea que «aún nos queda por hacer» junto con los demás, para convertir el mundo en «el verdadero hogar» del hombre— lleva en sus entrañas la radical fragmentación de aquella tarea: yo solo puedo ofrecer una fracción del trabajo a la par que mi implicación o inmersión en el colectivo, como un organismo vivo que crece hasta elevar al individuo a un ser mayor que él. La muerte así me acaba a mí, antes de que yo acabe mi tarea o vea acabada la tarea del mundo[1]. De este modo, la angustiosa soledad que desprende el rostro fallecido (y más si es el de un ser amado) polariza nuestra pregunta inicial «¡¿Hay alguien ahí?!» en una tensión que solo se alivia desde la donación de Amor gratuito «fuerte como la muerte» (como dice el Cantar de los Cantares 8,6) y encontrado fuera (Ct 8,1).
Solamente el Amor nos ofrece la interpretación verdadera de la muerte, de la nuestra (personal y colectiva), como solo y exclusivamente el Amor todopoderoso de Dios Padre puedo devolver a Cristo de «entre los muertos». Cito un fragmento de Levinas: «Lo que denominamos, con un término algo adulterado, amor, es fundamentalmente el hecho de que la muerte del otro me afecta más que la mía… Es mi forma de acoger al prójimo, y no la angustia de la muerte que me espera, lo que constituye la referencia a la muerte».
vasijas de barro revestidas de inmortalidad
Un hombre atrapado por el derrumbe de la vida entiende perfectamente que en la pregunta inicial toda la cuestión está en tres elementos que establecen el circuito de la comprensión existencial del vivir y tener que morir: el «ahí», el «aquí» y el «alguien». Los dos primeros son los bornes y el tercero el hilo conductor. Escombros que ocluyen la salida al viviente; la muerte apelmaza el tiempo, funde su longitudinalidad en un «punto final» inadmisible porque el final es injusto. Esa piedra «enormemente grande» (Mc 16,4), semejante a la Sísifo, solicita de nuestra libertad adulta vivir la vida fundiéndola en el ethos (carácter, personalidad) de lo auténtico, de lo que me es permitido hacer en la demarcación de mi temporalidad y caducidad. Esto es cierto pero insuficiente. La «injusticia de morir» está en que sobrevivir nos es necesario, pero también nos resulta imposible por nosotros mismos[2] .
La propuesta cristiana es la respuesta a la pregunta de entrada de esta reflexión, y que ya Platón en el «Banquete» (también lo cita Levinas) llamaba el «deseo de inmortalidad». La resurrección del Maestro fue entendida no en abstracto, sino en sus efectos sobre nosotros: nos convirtió en destinatarios del incondicional Amor de Dios. Bien pronto escribió Pablo a Timoteo señalando certeramente de qué sustrato de gracia se alimentan la fe y la esperanza: de la determinación de Dios por salvarnos en Cristo Jesús «quien ha destruido la muerte y ha iluminado la vida y la inmortalidad (fotísântos de Zoén kaí azanasían) por el Evangelio» (2 Tim 1,10).
Los testigos de tal Amor dieron su vida por una vida así: este es el gran argumento de validación de la respuesta cristiana. Encerrados tras los escombros de la muerte, ¿podremos oír algo al otro lado? Sí, que «Jesús ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación». Hay en Cristo Jesús una oferta de gracia que colma y supera el «azanasias eros», en un trueque admirable: «esto mortal se revestirá de inmortalidad» (2Co 1,1-10; 1Co 15,50-53). Esto mortal es la envoltura de la inmortalidad, de un «germen» de vida divina permanece dentro del bautizado en Cristo como nacido de Dios (1Jn 3,9). ¿De qué es esta vasija de barro en que llevamos un tesoro así? (2Co 4,7) ¡Qué pregunta! Si no fuera porque no cualquier «barro» puede contener una riqueza así, sería una tontería, pero no lo es. La pregunta es de lo más pertinente: el barro de que están hechas nuestras vasijas es el barro-carne original (Gn1,27) con que Dios amasó este cuerpo en el que reprodujo la imagen de sí mismo, cuyo cuño es su Hijo, el Señor Cristo Jesús. Las vasijas son de un barro-carne marcado por la debilidad y rescatado a la plenitud de la vida por Dios: atravesado por su Amor indefectible. Este Amor es la palanca que desde fuera abre el sepulcro de todo Lázaro: «¡Ven afuera!».
Bienaventurados los que mueren en el Señor
Bécquer se lamentaba de «cuán solos se quedaban los muertos» encerrados en la tumba. Quevedo fue admirablemente más allá en el último terceto del poema «A María al pie de la cruz»:
«Pues aunque fue mortal la despedida,
aún no pudo de lástima dar muerte,
muerte que solo fue para dar vida».
El cristiano muerto lleva el reclamo de la eterna Bienaventuranza. Mirando su rostro con fe se ve en él un atisbo, un «pignus aeternae gloriae» (prenda de la gloria futura): su cuerpo es —junto al de Jesús ya resucitado— un culto racional (Rm 12,1), sacrificio del Logos, el último, el supremo antes de encontrarse con su Dios y Señor; ya no es un cadáver. Es una Eucaristía, en sentido transido de plenitud. Y, para acabar, no me resisto a escribir unos versos de José Mª Pemán, de certera intuición cristiana a la par que de exquisita sensibilidad lírica. Forman la parte final de «Viático» ante «un cacho de (su) mi alma»:
«¡Señó güeno, que llamaste aquella noche
a mi puerta pá llevártela!
Señó güeno, güerve pronto pá librarme
de esta pena que ajoga y que me mata;
pá llevarme al lado suyo, Señó güeno,
al ladito de aquel cacho de mi alma…
Y si al lado no pué sé porque en la gloria
no se armiten pecadores junto a santas,
aparéjame a lo menos un sitico
a la vera de la puerta pá mirarla».
De cierto: El Señor vendrá y no tardará. Él siempre es así.
[1] Es interesante la reflexión de E. Levinas a propósito de Heidegger y E. Bloch en «Dios, la muerte y el tiempo». Cátedra. Madrid.1998.
[2] Javier Gomá Lanzón: «Necesario pero imposible». (Taurus. Madrid. 2013)