Mientras tanto, yo me encontraba golpeando la puerta del salón privado del Gran Maestre Jacques de Molays una y otra vez, pero nadie respondía en su interior. Inspiré durante unos segundos y sin pensármelo dos veces abrí con suavidad la puerta, introduciendo lentamente mi cabeza mientras en un murmullo musitaba el nombre de De Molays. Cuando ya tenía más de medio cuerpo dentro, vi a mi maestro sentado en su gran butacón, con la cabeza agachada y recogida entre sus brazos. Corrí en su dirección sin pronunciar una sola palabra y poniéndole una mano sobre su hombro me limité a mencionar su nombre. Al cabo de unos pocos segundos, que a mi me parecieron eternos, el Gran Maestre levantó poco a poco la cabeza, mostrando su rostro abatido a su fiel hermano.
—¡Jacques¡ ¡Santo cielo! ¿Qué ha ocurrido?
Una mirada perdida fue la única respuesta que encontré. De Molays se encontraba exhausto. Como si hubiera estado luchando él sólo frente a un ejército de sarracenos… o frente a algo aún peor. Me sentí sinceramente preocupado por no recordar haber visto antes así a mi Gran Maestre, lo ayudé a incorporarse, acercándolo lentamente hacia un sofá dispuesto entre varias sillas de madera, haciendo un semicírculo alrededor de una chimenea apagada, aunque contenía restos abundantes de ceniza. La verdad es que no recordaba la última vez que vi fuego encendido en la habitación del Gran Maestre.
—Por favor, Jacques, toma un poco de agua.
—Estoy bien, estoy bien. Déjame levantarme. Por favor.
—Espera. Descansa un momento. Trata de cerrar los ojos y, luego, debes decirme qué ha ocurrido. Nunca te he visto de esta manera…
—Lo que he visto… Lo que he visto y oído, yo tampoco… Roger, hermano Roger. Yo tampoco…
Definitivamente pudimos convencer al Gran Maestre, Jacques de Molays, para que embarcara rápidamente en el último barco que permanecía en el puerto de Acre. Era fundamental, para salvaguardar el futuro de la orden y de toda la Iglesia, que pudiera entrevistarse con el Papa Clemente en Avignon. De Molays pretendía aguantar la segunda y, probablemente definitiva, embestida del ejército sarraceno antes de abandonar San Juan, pero Roger de Flor le convenció, casi obligándole, a que zarpara de inmediato para Chipre y desde ahí a Francia. Finalmente aceptó, pidiéndome a mí que lo acompañara.
La conversación que mantuvo con Sir Luth y que, con gran esfuerzo, nos fue transcribiendo, no dejaba margen para la duda. Un gran complot se cernía sobre la Orden Templaria y sobre la Iglesia Católica. De Molays tuvo de inmediato la convicción de que el comendador de Chipre era inhumano, una mente perversa, un diablo con la finalidad de conseguir la división del orbe Católico. Incluso cuando definitivamente le urgió para que desapareciera de su vista y regresara a los avernos, negándose, una vez más, a la firma de cesión del tesoro del Temple, aguantó estoicamente las amenazas de Luth sobre su persona y sobre el futuro de los Templarios.
—Una gran desolación caerá sobre ti y sobre la orden que representas. El no aceptar mi propuesta significará que vuestro fin está ya cerca. Saborearás las llamas del infierno aquí en la tierra y tu cuerpo arderá consumiendo tu alma. Me buscarás entre gemidos de dolor y yo estaré esperándote para llevarte a mi reino por toda la eternidad. Todo el mundo escupirá sobre el emblema que con tanto orgullo portáis sobre vuestro hombro y en vuestra capa. Seréis perseguidos y tratados como escoria.
—¡En nombre de Cristo y de la Santísima Virgen, te ordeno desaparezcas de mi vista!
—Lo que hoy no me das, se te arrebatará de inmediato. Preparaos… hay un rey que ya está pendiente de cada paso que dais.
El Gran Maestre me había contado que tenía la certeza de que el rey Felipe promovería una acción terrible contra la Orden Templaria con la simple y clara finalidad de quedarse con las riquezas del Temple y convertirse en el nuevo emperador del mundo. Era necesario prevenir al Papa Clemente, aunque dudaban de la fortaleza de éste frente al rey de Francia.
Mientras la última nave templaria empezaba a alejarse lentamente de la costa de San Juan de Acre, volvió a sentirse el atronador ruido de los tambores sarracenos. Empezaba el segundo acto. De Molays, y yo a su lado, podíamos ver desde la cubierta del barco cómo se iban preparando sus valientes soldados. La bandera negra y blanca templaria ondeaba sobre lo que antaño era una de las torres del castillo, y nos preguntábamos durante cuanto tiempo seguiría esa bandera al viento y a qué precio. La cruz roja del Temple podría sucumbir de un momento a otro. El Maestre no pudo evitar que una lágrima recorriera su mejilla para terminar escondiéndose en su poblada barba, intentando encontrar un motivo para explicarse por qué estaban ellos solos en Tierra Santa, olvidados por las decenas de casas nobles europeas y reyes, que, hasta hace nada, tenían como objetivo la defensa de los Santos Lugares. El mundo se estaba volviendo loco, pensó, si no lo estaba ya.
Incluso a bastantes millas de distancia de la costa de Acre, aún podíamos divisar los reflejos en el cielo de la tarde de lo que entendía muy bien era una cruenta batalla. Batalla que sólo terminaría cuando todos y cada uno de los templarios en defensa del sitio de Acre perdieran su vida. Se sumió en una sincera oración mientras trataba de pedir que el sufrimiento de los caídos fuera lo más rápido posible. Más tarde pudimos enterarnos, en una mezcla de horror y desolación, pero también con sincero orgullo, que la defensa de Acre aguantó más de otras veinte embestidas de los sarracenos durante casi seis meses de valiente lucha. Acre quedará para los anales de la historia como uno de los ejemplos más patentes de lo que la unión y el convencimiento de un ideal es capaz de hacer con el aguante y la fortaleza del ser humano.
Pero todo fue en vano. O así lo creyó sinceramente y en lo más profundo de su alma el último Gran Maestre de la Orden del Temple.