En aquel tiempo, Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él habla curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes». (Lc 8,1-3)
En sus correrías apostólicas, Jesús iba acompañado por los Doce y por un grupo de mujeres que le ayudaban con sus bienes. Se trataba de mujeres que le seguían agradecidas porque les había curado de malos espíritus y enfermedades. El evangelista menciona a tres de estas mujeres: Juana, Susana y María Magdalena. Poco sabemos de las enfermedades que las aquejaban, el único dato que se nos muestra es el de María Magdalena, de la que Jesús había echado a siete demonios; es decir, la plenitud del dominio diabólico sobre esta mujer. La Magdalena cargaba con la plenitud del pecado; pecado que solo ha podido ser eliminado por el encuentro con Cristo.
María Magdalena ha estado sumergida en lo más profundo de la desolación y hasta ese pozo ha bajado Jesús para liberarla de su esclavitud. Ella, que ha conocido la profundidad del mal y de la desesperación, ha podido experimentar también, la inmensidad del bien y de la esperanza. Ahí ha conocido la plenitud del amor gratuito de Dios, que no ha tenido asco de su miseria, sino que se ha compadecido y le ha otorgado el don inmenso del perdón. Por eso, agradecida desde lo más hondo de su corazón, sigue a Cristo dondequiera que vaya, porque allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, y la que se hundió en la sima del odio sube ahora a las cumbres del amor.
María Magdalena se nos presenta como uno de los iconos del cristiano. Todos hemos experimentado en mayor o menor medida la amargura del pecado, la fuerza del mal sobre nuestras carnes, la impotencia para salir del fondo. Pero en esta oscuridad que envuelve a todos, algunos se han encontrado con la claridad de la luz de Cristo. No es que Él se acuerde de algunos y olvide a otros. Él llega a todos, sin embargo, no todos lo reconocen. Pero a aquellos que lo ven, como la Magdalena, conocen el amor y hallan la liberación. Desde este momento ya no pueden vivir más para sí, sino, como diría Pablo, “para Aquel que se entregó y murió por mí”.
Este es un cristiano: el que sabe que ha sido amado y es amado por encima de toda situación, y siendo amado ya no es capaz de vivir fuera del amor. Es el caso de Pablo, al que nos hemos referido y el de María Magdalena, el de Juana y de Susana y el de todos los cristianos, si es que de verdad han conocido el amor. Porque esto es de lo que se trata. No se puede seguir a Cristo sin haber sido tocado por Él, si no ha habido un encuentro personal, único e intransferible. Si se ha tenido este encuentro ya no se puede vivir de otro modo más que al lado de Cristo, pero si no lo ha habido, entonces nuestro seguimiento de Cristo será formal, renqueante y expuesto a cualquier contrariedad, como el de aquellos que se escandalizaron de las palabras de Cristo y dejaron, desde ese momento, de ir con Él.
Esta es la cuestión que nos plantea este evangelio. Hemos conocido o no hemos conocido el Amor.
Ramón Domínguez