«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed; pero, como os he dicho, me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”». (Jn 6, 35-40)
yAntes de ponerme a redactar el comentario correspondiente al evangelio de hoy, guardo un minuto de silencio por el casi millar de inmigrantes ahogados en el estrecho de Sicilia. La península de Italia es hoy más que nunca la “bota de Europa” que ha lanzado un puntapié a la isla de Sicilia (“Europa nos ha abandonado”, decían en los noticieros los habitantes del lugar) y esta ha ido a estrellarse contra las costas del norte de África, donde se alían los poderes tenebrosos de los pueblos “contra Dios y contra su Ungido”. (cf. Sal 2). Donde el autoproclamado “Estado Islámico” ha masacrado en Libia a más de treinta cristianos (que siguen incrementando la lista de mártires del tercer milenio, mayor aún que la de los primeros siglos). Y estos además fundamentan este genocidio en que “cumplen la voluntad de Dios”.
También guardaban un minuto de silencio los ministros europeos. No sé lo que pasaría por el corazón de cada uno —no soy quien para juzgar a nadie y menos su conciencia—, pero como colectivo (en el cual me incluyo, porque a fin de cuentas son nuestros representantes) me evocaba el silencio cómplice del pecado de omisión de los sacerdotes y levitas de la parábola del “buen samaritano”, encarnados en este viejo y envejecido continente que presume de una sociedad del “bienestar” declarada por decreto, que se recuesta sobre divanes de marfil, gasta más en adelgazar que en comer, bebe el vino en anchas copas, disimula sus arrugas con todo tipo de potingues, se entretiene con el móvil de última generación para chatear con el “amigo virtual” de las antípodas, mas no se aflige por el desastre de José: del “hermano del sur” (c.f. Amós 6,4-6), que se escandaliza de lo mismo que fomenta y que cuando recoge lo que ha sembrado se rasga las vestiduras porque “se le cuela” un enfermo mental en la entrega de carnets de piloto que decide estrellarse con todo el pasaje, o se queda perpleja cuando un niño, al que antes de ayer no se le podía reprender ni corregir en el colegio porque te denuncian, hoy decide cargarse a su profesor con una ballesta. “Pero, como os he dicho, me habéis visto y no creéis”. (Jn 6,36). ¡Hay que ver qué a fondo se emplea el demonio para robar el espíritu de la Pascua!
Pero lo peor es cuando detrás de acontecimientos que huelen a pecado y muerte, se hacen recovecos espirituales para casarlos con “la voluntad de Dios”. Y no me refiero a terroristas fundamentalistas que matan en “nombre de Dios” — “Llegará el día en el que todo el que os mate piense que da culto a Dios” (Jn 16,2)—. Me refiero más bien a aquellos que, muy píos y “resignados” atribuyen cualquier hecho a “será la voluntad de Dios…”.
Alucino con estos profetas “líneadirecta” con las antenas del Altísimo. Con qué facilidad se instituyen en hermeneutas de lo que ha de ser la voluntad del Santo, curiosamente coincidente con su santa o no tan santa voluntad; la mayoría de las veces, sedante de conciencias para legitimar el pecado de omisión o la tortícolis espiritual que lleva a mirar para otro lado. “Si apenas vislumbramos lo que hay sobre la tierra, y con fatiga descubrimos lo que está a nuestro alcance, ¿quién rastreará lo que está en el cielo? ¿quién conocerá tu voluntad, si tú no le das sabiduría?” (Sab 9, 16).
El Papa Francisco, en discurso de Navidad a la Curia romana, alertaba del peligro del “Alzheimer espiritual”, enfermedad que no solo afecta a la curia, sino a toda la Iglesia, en general, y a la vieja Europa, en particular, que ha olvidado sus raíces cristianas —“El siervo que, conociendo la voluntad de su Señor, no la pone en práctica, recibirá muchos azotes” (Lc 12, 47)—, aquellas mismas raíces que antaño vertebraron y unieron los distintos pueblos en un “camino” que llegaba hasta el confín de la tierra (el “finis terrae”), donde la práctica de la hospitalidad era algo más que una “obra de misericordia” —“Quién a vosotros os acoge, a mí me acoge” (Mt 10,40)— o más claro aún en el evangelio de hoy: “al que venga a mí no lo echaré afuera”. Francisco invita a tener “memoria deuteronómica”, en la que dos palabras son el centro del quinto libro de la Torá: “Escucha” y “Recuerda”.
Recuerda de dónde te sacó el Señor, que fuiste esclavo, extranjero…, no sea que cuando comas hasta saciarte te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto.
Escucha Israel; escucha el grito de Dios en los pobres, en los cristianos perseguidos, en el afligido que invoca al Señor, porque Él sí los escucha. Y esta es la voluntad del Padre: que no se pierda nada; que no se pierda nadie.
La voluntad de Dios es siempre la vida, que el hombre viva y que tenga vida eterna. Cuando Cristo en Getsemaní acepta que se haga la Voluntad del Padre, esta no es que muera, sino que ame “hasta el extremo”. No es lo mismo “muerte voluntariamente aceptada” (por Amor) que “muerte voluntariamente querida” (sería puro masoquismo). La voluntad de Dios es amar, y el Amor es más fuerte que la muerte.
En toda la Pascua hacemos lectura continuada de los Hechos de los Apóstoles. También ellos fueron expulsados, rechazados y perseguidos. Pero, lejos de sofocar la fuerza del kerigma, allí donde eran desterrados nacía un nuevo brote fruto del anuncio de la Buena Nueva. Querían apagar el fuego del espíritu a patadas y lo que hacían era crear nuevos focos. La fuerza del Evangelio es ya imparable: Jesucristo ha vencido a la muerte y está sentado a la derecha de Dios. Esta es la voluntad del Padre: la vida eterna; donde no hay ni llanto, ni luto, ni dolor.
Vivir la Pascua es reconocer que hoy, en el Cielo, se vive la voluntad de Dios. ¡Hágase también en la tierra!
Pablo Morata