Acabo de releer un cuento que hice hace unos años, en el que los protagonistas eran nuestros hijos. En él hay una historieta corta donde se ve cómo los niños pueden vivir la fe de una forma natural. Lo transcribo porque, además de que me ha hecho gracia, viene bien para replantearnos todos esto: cómo transmitimos a los más pequeños de la casa, aquello en lo que creemos.
Cuando se cansan de jugar a las tiendas, deciden hacer pan ácimo “como el de mamá”. Aprovechando que su padre está jugando en el ordenador, pringan la cocina de arriba abajo. La mamá de los siete, de vez en cuando hace pan ácimo, para la celebración de la eucaristía del sábado por la tarde en la parroquia. Por eso, cuando juegan, las niñas no van al Corte Inglés a comprar ropa, sino que van a misa.
—El pan de Cristo —dice María, alzando solemnemente un poco de masa de harina y agua.
—Amén, amén —responde Teresa, abriendo la boca, para recibir el manjar.
Después Victorita, de dos años, canta “Aleeeeeluya, Aleeeeeluya”…, aunque, si se tercia, canta también la canción del verano, que dice… “Papi chulo, papi chulo”…
Lo malo es cuando mamá vuelve de la compra y comprueba cómo está la casa: una habitación con todos los zapatos esparcidos por la cama, la otra, llena de juguetes y cachivaches por el suelo, la de más allá, repleta de libros y la cocina pringada de harina hasta el techo.
—¡Ahhhhh! ¡Ahora mismo quiero verlo todo recogido, y limpio! —grita mamá, mientras deja las bolsas de comida en el cuarto de baño, el único lugar decente de toda la casa.
Hay una cosa que tengo clara en esto de la transmisión de la fe, y es que, a mis hijos, en ello, les va la vida. No creo que unos buenos estudios, o un buen trabajo, o una buena “pareja” les dé la felicidad. A mí no me la ha dado.
Me explico, creo que todo esto es “basura”, si mis hijos no tienen lo fundamental, el sentirse queridos y amados por Dios, su Padre. Cuando tengan una dificultad, un problema serio en sus vidas, no recurrirán a las horas de estudio que pasaron en su habitación, o a lo competentes que son frente a un ordenador. Ni siquiera su mujer, o su marido, podrán llenar su soledad. Entonces estás enfrentado al mundo. Solo, o con Dios. Y esta es una diferencia sustancial.
Por esto creo que los padres cristianos tenemos una responsabilidad muy seria en cuanto a la transmisión de la fe. En cuanto al testimonio de la fe. Ni José Manuel ni yo pretendemos mostrarnos “buenos” ante nuestros hijos. Sería una temeridad. El único bueno es Dios. Esto ellos lo saben muy bien. Su padre es un pobre hombre y su madre una pobre mujer, a los que el Señor ha rescatado de la muerte: de esa muerte interior de la que no puedes salir por ti mismo; de esa muerte que te postra, y te hace incapaz de amar, y de donarte. No somos buenos. Intentamos seguir a Cristo Jesús con nuestra vida. Y ajustarnos a su Palabra. Ni más, ni menos. Y cuando caemos, nos levantamos.
José Manuel tiene una cosa muy de agradecer, y es que cada quince días, más o menos, se lleva a los niños, y a los menos niños —a todos los que quieren— a reconciliarse: a confesarse, como se diría antiguamente. Después, se van a una cafetería, a celebrar la reconciliación con unos buenos churros, o algún bollo con chocolate.
Recuerdo a mi madre rezando el “Jesusito de mi vida” conmigo, antes de dormir, y también algunos libros de santos, como aquel de san Tarsicio, un niño romano al que apedrearon por no dejar que profanaran el Pan consagrado, que llevaba escondido bajo su ropa. Es curioso cómo algunos libros pueden abrir tu hambre de Dios. Me acuerdo sobre todo de mi “Biblia para niños”, esa, la tenía superojeada.
Hoy, lamentablemente, los padres andamos en general un tanto perdidos en cuanto a cómo dar lo que hemos recibido. Creo que la clave está en buscar un tiempo para dedicarlo a este asunto: un tiempo frecuente. Y mostrar tu propia vida, tu experiencia de Dios, sin miedo, a tus hijos. Ellos captan en seguida que les estás hablando de algo importante para ti. No son tontos. Y preguntan.
Y creo, además, que la lectura de la Palabra de Dios en familia debería ser una
prioridad; por lo menos, para nosotros lo es. Se trata de ver qué dice esta o aquella lectura para tu vida; para la vida de cada uno. Y de camino, ver cómo van los hijos en sus relaciones, unos con otros. Y escucharles, y animarles y corregirlos.
Al principio, cuesta un poco buscar el espacio-tiempo, reunirlos a todos: crear un ambiente de oración, de escucha. Después, se convierte en una costumbre.
Y creo que a la larga, lo agradecerán.
Conocí a la Fundación RedMadre hace ya un año; estaba muy concienciada con el tema del aborto y busqué en Internet una entidad a la que prestar mi ayuda. En mi parroquia me hablaron muy bien del trabajo de RedMadre, por lo que me decidí a escribirles y concertar una entrevista para que me informaran de las labores en las que yo podría colaborar.
Estoy prejubilada de parte de mi situación laboral y eso me deja tiempo libre para dedicar a este voluntariado. Acudo una vez por semana, una mañana, y me dedico a tareas de oficina, fundamentalmente.
La experiencia es muy positiva, tanto que pensaba estar sólo unos meses, pero ya me quedo con las personas de RedMadre para siempre. Cada día compruebo la experiencia de vida de algunas mujeres a las que engañan y fuerzan a abortar, aunque ellas no quieren hacerlo. Es tan fácil abortar y tan difícil ser madre hoy en día que la labor que se hace desde entidades como RedMadre me lleva a plantearme lo que de verdad es importante en la vida: ayudar a quien más lo necesita, en este caso la mujer que va a ser madre.
Cada semana veo historias muy duras, muy impactantes, y sé que, si mi situación no ha sido como la de tantas otras mujeres, es porque Dios lo ha querido, por eso me siento empujada a volcarme en aportar mi granito de arena para intentar mejorar las condiciones de vida de las embarazadas y madres que acuden a la oficina de RedMadre.
Lo que más me admira es ver cómo algunas mujeres, en las condiciones más duras, derrochan un coraje y una valentía excepcionales al decidir continuar con su embarazo y ser madres. A veces, el exceso de comodidades ablanda los ánimos y entorpece la lucha por la vida, incluso la del propio hijo. Por eso, cada semana, disfruto viendo a madres que, teniéndolo todo en contra (incluso un diagnóstico precoz de malformaciones), son valientes y decididas y eligen la mejor opción: dar la vida a sus hijos, con lo que ellas mismas reciben una vida y una felicidad que nadie les quitará.
Ser voluntario, para mí, es algo que deberíamos hacer todos, supone salir de uno mismo, dejar de “mirarse el ombligo” y hacer algo, por poco que parezca, por los demás. Eso es lo más enriquecedor del mundo, pues siendo voluntario siempre recibes más de lo que das; por eso, yo se lo aconsejo a todos mis amigos y conocidos: sé voluntario, porque es posible y muy necesario.