«Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Él les contestó: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”. Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón». (Lc 2, 41-51)
Dicen y decimos que Jesús se perdió. Nada más lejos de la verdad. Se quedó en Jerusalén en el Templo voluntariamente para dar a los suyos de todos los tiempos una catequesis magistral: que las cosas de Dios tienen primacía absoluta sobre las nuestras, incluso cuando entran en ellas los lazos de sangre. Le dice su Madre al encontrarle en el Templo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. No era para menos. En esos caminos tan frecuentados por salteadores (Lc 10,29…), todas las hipótesis tenían cabida. Jesús hizo sufrir y padecer a sus padres una angustia indecible.
María y José, ambos son figura, al menos analógica, de tantas angustias de padres y madres que no entienden que sus hijos emprendan el camino del discipulado trazado por el Hijo de Dios en su Evangelio. ¿Habría también zozobra y angustia en Jesús? ¡Por supuesto que sí, y doble! Porque recaían sobre Él el sufrimiento de sus padres y el de toda la humanidad, pues el “ocuparse de las cosas de su Padre” implicaba hacer suyo su deseo y voluntad: “¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?” (Ez 18,23). A los doce años, Jesús, para abrir el camino de la salvación a todos los hombres, inicia ya sus primeras andaduras hacia la Cruz.
Antonio Pavía