«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!». (Mt 6, 19-23)
“No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones socavan y los roban”. El Señor nos invita a elevar nuestra mirada al Cielo, nuestra verdadera y definitiva patria, mientras caminamos por los camino del mundo, llenos de alegrías y de dolores; de serenidad y de sufrimientos; de triunfos y de fracasos.
Dios nos ha creado para que vivamos con Él y en Él, en la tierra y en cielo; y hoy la Iglesia nos recuerda esas palabras de Cristo, que son una invitación, no para abandonar las cosas de este mundo y no preocuparnos de los problemas de la convivencia humana, de las relaciones entre los hombres; sino para recordarnos el sentido real de nuestra vida, que comienza en la tierra y está llamada a hacerse eterna en el Cielo.
Los tesoros que ganamos aquí con nuestro esfuerzo y trabajo los guardamos en un banco, donde los custodian para ayudar a los demás, para que los disfruten los hijos, la familia… ¿Qué tesoros podemos acumular, mortales como somos, que merezcan ser custodiados en el Cielo?
“La lámpara del cuerpo es el ojo”. La luz de nuestros ojos, esa Luz que recibimos y que nos convierte en templos de Dios, es la que nos permite poner nuestro corazón donde está nuestro tesoro; bien consciente de que nuestro tesoro, nuestra única riqueza, es amar: “Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo, como a ti mismo”.
La caridad es reflejo y participación del amor con el que Dios nos ha creado y nos sostiene en nosotros. Poder amar es nuestro mejor tesoro; el don más apreciado que Dios nos ha regalado a todos al crearnos. Conscientes de ese don, podemos decir con san Juan: “Amamos porque Dios nos ha amado primero”
“Ahora permanecen la Fe, la Esperanza, la Caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad” (cfr. 1 Cor 13, 13). A veces, la caridad se debilita y nuestros ojos pierden la capacidad de gozar de la Luz. ¿Cuándo nuestro ojo está enfermo, y con una enfermedad que convierta toda luz en oscuridad? ¿Cuándo no nos alumbra la luz de la caridad? Cuando cerramos los ojos a las necesidades de los demás; cuando seguimos caminando y no levantamos a un hombre asaltado y herido que yace, indefenso, al borde del camino; cuando el egoísmo nos impulsa a pensar solo en nosotros mismos, y olvidarnos de los demás; cuando no queremos llevar con paciencia las debilidades de las personas con quienes trabajamos y convivimos; cuando nos dejamos llevar de la desesperanza y nos olvidamos de la Resurrección de Cristo.
“Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!”. Los tesoros acumulados en la tierra se mueren con nosotros. Pasarán a otras personas, es cierto, pero a nosotros nada más nos aportarán. Pero es mayor el daño que nos pueden hacer en nuestra vida.
Si todo lo bueno que podemos conseguir, desde el dinero hasta una buena fama, o triunfos profesionales que nos dan prestigio, etc., etc., lo empleamos únicamente en nuestro propio beneficio; si no nos sirve para ayudar a los demás, para enriquecer a los demás, nuestro corazón se empequeñece, nuestra mirada pierde horizontes, nuestro amor se anquilosa. Estamos ciegos, nuestros ojos no nos permiten ver el camino; nuestro corazón se enfría y puede dejar de palpitar por indiferencia hacia los demás.
“Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón”. Pidamos a la Virgen Santísima que nos enseña, que nos ayude a poner el corazón en su Hijo Jesucristo. Contemplándolo en la Cruz nuestros ojos se llenarán de la Luz del Amor que le ha llevado a clavarse en la Cruz por amor a cada uno de nosotros; y tendremos la fuerza del Espíritu Santo para sufrir injurias, persecuciones, malos tratos, maledicencias, para defender nuestro verdadero tesoro: nuestra Fe, nuestra Esperanza, nuestra Caridad, viviendo en el amor de Dios y en el servicio a los demás.
Ernesto Juliá Díaz