«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Desde los días de Juan, el Bautista, hasta ahora se hace violencia contra el reino de Dios, y gente violenta quiere arrebatárselo. Los profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan; él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo. El que tenga oídos que escuche”». (Mt 11,11-15)
El Señor nos tenía pensado antes de la creación del mundo, para ser santos e irreprochables a sus ojos. Mientras que el pueblo judío no descubre en Jesús más que un blasfemo, Juan no solo reconoce en Él al Mesías, sino que ya en el vientre de su Madre salta de gozo, pues desde ahí empieza a anunciar que él no es el que ha de venir, sino que es el mensajero que va a preceder al que viene y que resuena en el adviento: “voz que clama en el desierto, preparad el camino del Señor, allanad sus sendas… para que todos vean la salvación de Dios”.
Por si acaso, Juan que oyó en la cárcel las obras de Cristo, envió a sus discípulos a preguntarle: “Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro”, y Jesús les respondió: “Id y contar a Juan, lo que habéis visto y oído, los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el evangelio a los pobres”.
Este Juan que va a decir algo importante para todos los mensajeros que anuncian al Señor, que él es la voz y que el que viene detrás es la Palabra, el mismo que dice que “es necesario que Él debe crecer y yo menguar”, no tiene la mínima tentación de considerarse alguien importante.
La voz termina su misión en el momento que se detiene, pero la Palabra deja un poso en el corazón, pues lleva el esperma del espíritu, y dado que la fe viene por la necedad de la predicación, es a través de ella cómo se va conociendo al Señor y consiguientemente cómo se le va a amar.
Ya Malaquías había profetizado que enviaba un mensajero a preparar el camino delante de Él, y ese es Juan. Pues el mismo Jesús comenta: ¿qué salisteis a ver?, ¿un hombre vestido lujosamente?, ¿un profeta? “Y más que un profeta”, dice el Señor. Luego, si el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que Juan —nos adelanta a los que tantas veces nos agarramos a este mundo— en la vida eterna, todos podremos gozar del ver a Dios cara a cara, del primero al último a los que Dios nos conceda estar en el Cielo, si es que logramos pasar por la puerta estrecha.
Malaquías también había profetizado que Dios enviaría al profeta Elías, antes que llegara el día grande y terrible del Señor, y haría volver el corazón de los padres a los hijos y de los hijos a los padres, para que cuando Él venga no tenga que exterminar la tierra.
La tradición judía esperaba que Elías viniera a preparar los caminos al Mesías. El regreso de Elías es un rasgo importante de la escatología judía. Jesús declara a sus discípulos que vino en la persona de Juan el Bautista.
Es muy importante el que haya mensajeros, como dice el Papa Francisco. “La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”. Y añadía que “cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar entonces se enferma”.
La Iglesia, por venir de una época donde el modelo cultural la favorecía, se acostumbró a que sus instancias fueran ofrecidas y abiertas para el que viniera, para el que nos buscara. Eso funcionaba en una comunidad evangelizada. Pero en la actual situación, la Iglesia necesita transformar sus estructuras y modos pastorales orientándolos de modo que sean misioneros. No podemos permanecer en el estilo ‘clientelar’ que, pasivamente, espera que venga el cliente, el feligrés, sino que tenemos que tener estructuras para ir hacia donde nos necesitan, hacia donde está la gente, hacia quienes deseándolo no van a acercarse.
La Iglesia debe tener puertas abiertas no solo para recibir sino fundamentalmente para salir y llenar de Evangelio la calle y la vida de los hombres de nuestro tiempo.
Y nosotros, los bautizados, debemos ejercer nuestro sacerdocio común hablando a Dios de los hombres. Y, como profetas, hablar a los hombres de Dios, a tiempo y a destiempo.
Fernando Zufía