Háblame de ti, Dios mío, es y ha sido el grito y el clamor unánime de innumerables personas a lo largo de la historia. Hombres y mujeres que han buscado desde sus más profundas entrañas el sentido de su existencia, y se han lanzado a la búsqueda del Dios oculto del que oyen decir que existe y que es Emmanuel, es decir, con nosotros, con ellos..
Si el dilema de la existencia de Dios es tan antiguo como el hombre mismo, mayor dilema, e igualmente inmemorial, es saber qué y quién es Dios, qué tiene que ver, o mejor, qué tenemos que ver nosotros con Él. La verdad es que nadie puede responder desde un punto científico a esta pregunta, porque ¿quién ha visto a Dios para poder describirle? (Si 43,31).
Sin embargo, sí nos es posible conocer a Dios. Lo es, mas no desde el hombre sino desde Él mismo que es Palabra y, como tal, es comunicación con el hombre. Sólo así, como palabra creadora, le vemos llegarse al encuentro de Moisés para salvar a su pueblo santo, pueblo que había prometido a Abrahám como descendencia. De muchas obras portentosas suyas fue testigo Moisés a lo largo del cumplimiento de su misión de liberar y conducir a Israel por el desierto. Parecía que esto era más que suficiente para darse a conocer. Podría serlo para otros, mas no para Moisés. Su corazón se había apegado demasiado a Dios como para quedarse únicamente absorto en sus obras y maravillas. De ahí que un día salen por su boca las ascuas prendidas en su corazón: ¡Muéstrame tu gloria!, que en el lenguaje semítico quiere decir: ¡Dios mío, déjame ver tu Rostro! Si esta petición la expresáramos en lenguaje familiar, oiríamos que Moisés le está suplicando a Dios: ¡Háblame de Ti, dime quién eres!
La experiencia de Moisés es fundamental para todo buscador de Dios, es así como vamos conociendo y sabiendo quién es Él. No es suficiente datos y argumentos para inclinar nuestro razonamiento a admitir su existencia; y aunque lo fuera, no es suficiente para poner orden y armonía en todo el entramado que hace parte de nuestro ser: sentimientos, amores, anhelos, sueños, instinto de supervivencia y, por supuesto, también desilusiones, fracasos, etc. Todo ello está ahí, absolutamente inseparable de lo que somos.
Háblame de Ti es un clamor del corazón. He ahí la más genuina súplica del hombre, y que ha abierto, sin inventarse nada, las puertas que retenían su hambre y sed de trascendencia. No es un clamor vano o superfluo. A Dios le conocemos porque ha hablado. Sus obras, todas ellas, nos dicen algo de Él. Sin embargo ahora nos vamos a ocupar de su hablar de sí mismo, su darse a conocer. Para empezar, oigamos la respuesta, o al menos parte de ella, que dio a la petición de Moisés: “Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña… Verás mis espaldas, mi rostro no se puede ver” (Éx 33,21-23). Dejamos por ahora esta respuesta de Dios que nos parece algo enigmática, un poco en el aire, ya que su explicitación catequética será desarrollada en otro capítulo. Ahora nos quedamos solamente con la promesa.
Uno de los rasgos o facetas más importantes, si no el mayor que el hombre necesita para confiar en Dios, lo encontramos en el diálogo entre Él y Jeremías al confiarle su misión profética. Recordemos los hechos. Dios le llama. Jeremías objeta, objeta implacablemente. No se cree en condiciones de hablar en su nombre pues tiene una gran dificultad para expresarse correctamente ante los demás. Se siente como un mozalbete ante la propuesta de Dios. Éste le deja objetar todo lo humanamente objetable, y después le dice: ¿Que no sabes expresarte? ¿Y quién te ha dicho que vas a hablar de ti mismo? Mira, vas a hablar de mí y desde mí; y para ello “pongo mis palabras en tu boca” (Jr 1,9).
Jeremías ha hablado con Dios de sus dudas, de sus serias dudas para hacer lo que le pide. Y Dios le ha hablado a él. No parece que el profeta haya quedado muy convencido de la promesa que se le acaba de hacer. Es entonces cuando Dios habla de sí mismo. Lo hace de forma que todos, no solamente Jeremías, sepamos algo de Él: “Entonces me fue dirigida la palabra de Yahavé en estos términos: ¿Qué estás viendo, Jeremías? Una rama de almendro estoy viendo. Me dijo Yahvé: Bien has visto. Pues así soy yo, velador de mi palabra para cumplirla” (Jr 1,11-12).
Dios se compara con el almendro, que en la cultura de Israel significa el vigilante. Se le llama así porque es el primer árbol que florece después del invierno, después de unos meses de heladas y nevadas el ciclo normal ha de ser la primavera, y por más que indique que todo parezca muerto, ahí está el almendro para hacer valer la inexorabilidad de la naturaleza. Muy bien entendió el profeta lo que Dios le quiso decir al compararse con el almendro y añadir: “Así soy yo, velador de mi Palabra”.
Dios habla y hace. Lo que quiere decir que es velador, garante de todo lo que sale de su boca. He ahí el Rostro amoroso de Dios. Su Palabra sobre nosotros se cumple no bajo el signo de un determinismo físico, sino que Él mismo, como el almendro que preanuncia la primavera, está atento, alerta como un centinela, para que se cumpla. Así le vemos, vigilante, en vela, la noche santa en que liberó a su pueblo de Egipto: “Noche de guardia fue ésta para Yahvé, para sacarnos de la tierra de Egipto…” (Éx 12,42).
Antonio Pavía.