En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún (San Juan 6, 52-59).
COMENTARIO
En este texto que hoy nos propone el Evangelio, aparece una palabra que comúnmente Jesús utiliza cuando nos enseña la relación que tiene con el Padre y con nosotros: “habitar”
Si buscamos en el diccionario el significado de la misma, descubrimos algunas luces interesantes. “Si en un lugar estamos de paso o de visita, no lo habitamos; a diferencia de la morada donde estamos todo el tiempo, la cual habitamos”.
Es importante esta aproximación porque en ella encontramos en profundidad el sentido que pienso Jesús quiso dar a su afirmación. Sobre todo, me interesa profundizar en la idea de “morada”, en la idea de permanencia.
En San Juan 15:9, dice el Señor: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor”.
La propuesta que Jesús nos hace para vivir en este mundo no es simplemente acudir a nuestro encuentro cuando lo necesitemos, no es ni siquiera, ser nuestro pastor y guiarnos por caminos de tinieblas cuando la luz falte en nuestra vida, no se limita a ser nuestro salvador ante nuestra llamada. Jesús nos propone algo mucho más duradero, eterno: habitar, vivir dentro de nosotros, hacer que su corazón lata junto al nuestro para que experimentemos esa unidad que tiene Él mismo con el Padre, de la misma manera que nos recuerda San Pablo en Gálatas, 2,20 :”… ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí.
Aspirar a esta belleza, a esta unión donde ya no sepamos distinguir entre nuestro corazón y el de Jesús, vivir de forma intensa esta unión con Jesucristo para no distinguir donde acaba nuestra vida y comienza la suya, es el proyecto más inimaginable y hermoso al que cualquier hombre o mujer puede aspirar: vivir sabiendo que Cristo camina con nosotros, guía nuestros pasos y lo hará “todos los días hasta el fin del mundo” (San Mateo 28, 20).