«En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”». (Lc 6,39-42)
El texto evangélico que acabamos de leer me trae a la memoria el diálogo que, en su día, mantuvieron el profeta Natán y el rey David. Recordemos que el profeta se presentó ante el rey para contarle un caso que había llegado a sus oídos y que presentamos en forma resumida. Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una corderilla… Vino un visitante donde el hombre rico y, dándole pena tomar su ganado lanar y vacuno para dar de comer a aquel hombre llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre y dio de comer al viajero… Apenas terminó el profeta de hablar, y como movido por un resorte, “David se encendió en gran cólera y dijo a Natán: ¡Vive Yahveh!, que merece la muerte el hombre que tal hizo”.
Lo que no sabía el rey a causa de “la viga que tenía en su ojo” es que Natán se estaba refiriendo a él, que se había apropiado de la mujer de Urías, uno de sus mejores generales, y para no dar mucho que hablar del asunto, propició su muerte. “¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?” (Lc 6,42). Ahí tenemos al rey de Israel buscando afanosamente poner remedio a tan terrible injusticia, sin reparar que él era el monstruo que había hecho tal cosa.
Aun así, hemos de decir que David supo humillarse, se dejó quitar la viga del ojo enfermo. Siendo el rey, con lo que esto suponía en lo que respecta a decidir impunemente acerca de la vida de sus súbditos, en este caso la de Natán, aceptó su denuncia, se dejó corregir y exclamó: “He pecado contra Dios” (2S 12,13).
En mayores o menores proporciones todos hemos sido alguna vez David. Prontos para “ayudar” a los demás a librarse de sus defectos que tanto nos incomodan, y qué tardos, qué sumamente tardos para reconocer los nuestros que, por supuesto y por si no habíamos caído en la cuenta, también incomodan a los demás, sobre todo a los que viven con nosotros.
La buena noticia frente a tanta debilidad es que tenemos el Evangelio a nuestra disposición. En él, no ya Natán sino el mismo Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y, como quien dice, repite la misma historia: “Había dos hombres en una ciudad…” La cuestión es si nos dejaremos curar como se dejó David.
Antonio Pavía