Hay informes de expertos de diversas procedencias (no sólo del ámbito de la teología y de la filosofía cristiana, sino también del campo de la sociología y de las ciencias de la salud), que arrojan datos tan tristes como escalofriantes sobre el número de abortos en una determinada zona o país o en un cierto arco de tiempo —“servicios médicos” llaman a los abortos las lenguas eufemísticas—, siendo ya escasos los países que mantienen leyes restrictivas; al contrario, parece que hay como un concurso acelerado para ver quién llega antes más arriba; y es sabido que España ocupa uno de los puestos de cabeza en este ranquin con etiqueta de progre, penoso escalafón que confunde un supuesto avance de cultura con un inconfesable retroceso moral.
¿Podríamos aventurar un cálculo para saber por qué cifras nos movemos? Si en nuestro país se superan con creces los cien mil abortos al año, ¿por cuánto aproximadamente tendríamos que multiplicar esa cifra en toda Europa, siendo 27 por ahora los países de la UE?; y ¿por cuánto más si añadimos luego las dos Américas, China, la India, Rusia, otros países afro-asiáticos y los del lejano Oriente, etc.? Y ¿por cuánto más todavía si multiplicamos todo ello por varias décadas?
Y lo peor es que los organismos internacionales, quizá los mismos que debería tutelar la búsqueda de la verdad y del bien, son los primeros en subvertir el orden y llamar bien y verdad a lo que siempre ha sido, es y será, simplemente, un crimen, sin aditivos ni conservantes: no tienen ningún empacho en dar un giro de 180 grados a la escala de valores y presentar so capa de verdadero y bueno lo que conviene a algunos “sabios y prudentes” que, en el fondo, sólo esconden irreprimibles ansias de poder y dominio sobre los demás, refugiándose en una defensa barnizadamente limpia de pretendidos valores democráticos, escudo de su idolatría al dinero, sobre el que, al final de todos los razonamientos y oscuros vericuetos, se esconde y asienta el Príncipe de este mundo. ¿Puede algún creyente poner en duda que en todo proceso abortivo (en el sentido al que aquí nos referimos) esté omnipresente como protagonista el mismo Demonio?
El atentado contra la vida de un inocente, y encima indefenso, no pierde nunca su categoría de crimen radicalmente perverso, por mucho que se le revista de progreso político y otras palabras travestidas, donde las componendas adquieren la categoría de relativismo puro y duro, como salud reproductiva, derecho a la sexualidad omnímoda y prevalente sobre cualquier otro valor —por supuesto, el de la vida o directamente en contra de la misma—, planificación familiar (casi siempre encubridora de métodos anticonceptivos) y otras lindezas similares. A fin de cuentas, “el sexo es vida”, como divulgan los medios de comunicación, escondiendo en el juego de casar los dos conceptos ideas equívocas: sexo y vida son dos valores sublimes puestos por el Creador en la naturaleza humana: cierto que por el sexo viene la vida, pero la vida no es el sexo, sobre todo si éste se sobrepone con detrimento de la misma vida, que es la que desaparece y fenece en el aborto cuando el sexo adquiere un lugar predominante y prepotente. El secuestro del contenido de las palabras y la construcción de frases malintencionadas se lo pone en bandeja a ese relativismo, primero, ontológico y, por ende, moral. Ni la vida es sexo ni el sexo es vida. Se hace un cóctel de todo ello, sin importar para nada lo que entra en juego, porque lo que se busca por encima de todo es el fornicio sin fronteras, un “copulemos que mañana moriremos”, vulgar traducción del antiguo “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, que luego nuestra literatura popular acuñó graciosamente: “De la panza sale la danza”.
Más aún, esos organismos —como la ONU— no sienten vergüenza (hace tiempo que abdicaron de ella e ignoran lo que es) en subyugar con botas de hierro a pueblos y naciones enteras, resucitando así un nuevo estilo de esclavitud, al negarles los subsidios económicos y las medicinas necesarias para salir del pozo negro de su miseria, si antes tales pueblos y naciones no apoyan y aprueban leyes proabortivas, que ellos mismos se encargan de propalar paladinamente, sin rebozo alguno.
Y más todavía: en la mayoría de los países que tales leyes asienten y consienten, la voz de los científicos pro-vida y la de las gentes de bien disconformes con el aborto apenas cuenta —¡bueno!, “apenas” es un decir; simplemente, no cuenta—, sofocada por la masa indiferente, que frivoliza el aborto y lo considera algo trivial (a lo sumo algo así como operarse de un forúnculo, porque, al fin y al cabo, es tan molesto o tan antiestético como semejante grano; y, si me apuran, para muchos es poco más que cortarse las uñas de los pies; o incluso poco menos. Es increíble constatar cómo para muchos jóvenes esto del aborto es una fruslería más); es algo de escasa importancia y hay en la sociedad actual otros muchos problemas más “serios y graves” de los que ocuparse en nuestra vida diaria, actitud anestesiada fácil de percibir en muchos católicos y cristianos de conveniencia, que optan por no crearse más preocupaciones de las que trae la búsqueda del pan de cada día, que ya es bastante con poder “seguir tirando”, acomodados en la manga ancha y en el “¡qué le vamos a hacer si las cosas están así!” o “déjeme usted de complicaciones”.
Sobran, pues, razones para afirmar sin lugar a dudas que ¡ha vuelto Herodes! O, mejor, dicho, Herodes nunca ha muerto, está vivo, hoy más que entonces, como el profético monstruo de las siete cabezas (ver Ap 12). Aquel espíritu asesino y criminal que guiaba a Herodes el Grande, está terrible y horriblemente vivo en nuestro mundo de hoy —y fijemos un momento nuestra atención en el sentido literal y etimológico de estos dos adjetivos: terrible y horrible—. Sí: vuelve el antiguo mito griego de la Hidra de Lerna, aquel primitivo y cruel monstruo acuático con forma de serpiente policéfala, encarnado de alguna forma en el sibilino ofidio del Paraíso.
Herodes el Grande tuvo el primer puesto en el podio de los asesinos de inocentes. Tal vez la historia ha tratado de destronarlo, y con razón, colgando el mismo palmarés a otros sujetos de rechazada memoria, aunque en la memoria de muchos están (Stalin, Hitler, Pol Pot, por no ir muy atrás en el tiempo). Pero ese puesto de deshonor no se mide por la cantidad de infanticidios que llevó a cabo —que tampoco serían tantos, por la época en que ocurrieron y por la extensión geográfica donde tuvo lugar, es decir, escasa densidad de población y reducido territorio—, sino por la calidad de sus pretensiones, encaminadas a exterminar, por las malas, al mismísimo Rey del Cielo, Creador del Universo, en la Persona divina de un niño pequeño, cuya simple noticia de su existencia puso sobre arenas movedizas el trono en el que despóticamente se asentó. Se adelantó así en treinta años al conciliábulo criminal del Sanedrín judío y a su brazo ejecutor del Romano Imperio.
Alguna cualidad buena tuvo (las virtudes y los errores han sido siempre patrimonio de cualquiera en todas las épocas): es cierto que Herodes merece también un puesto preferente como constructor. La arqueología ha dejado testimonio de sus monumentos y grandes construcciones: su Palacio en la parte alta de Jerusalén, la Fortaleza o Torre Antonia, el segundo Templo de la Ciudad Santa, el Herodión, Cesarea Marítima…). Con todo, decir “Herodes” no es asociarlo a sus monumentos arqueológicos, sino al triste episodio de la matanza de los niños inocentes, primeros mártires inconfesos (si vale la contradicción) que murieron por Cristo, es decir, en lugar de Cristo, porque era Él a quien buscaba Herodes, y que, además, murieron sin saber que lo eran, a diferencia de San Esteban protomártir confeso, que muy bien sabía quién era Jesús, hasta el punto de imitarle incluso con las mismas palabras en punto de muerte: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34 y Hch 7,60). Herodes en cambio sí sabía lo que hacía, como muy bien lo saben los Herodes de hoy.
Como todos los detentores de poder en este mundo, también Herodes el Grande trató de granjearse el apoyo y reconocimiento de quienes él creía poderosos o personajes prestigiosos —los Magos de Oriente— para obtener sus oscuros fines (no perder el poder), valiéndose de argucias y artimañas, como así sigue ocurriendo hoy como ayer. Le salió el tiro por la culata, porque no contaba con la defensa de los intereses divinos tutelados por la mano providente del mismo Dios, cuyo ángel se ocupó de avisar en sueño a los Magos para que no volvieran donde Herodes: es que la borrachera del poder, producida siempre a lo largo de la historia por el afán del oro o del dinero, conlleva como esposas adúlteras la mentira y la hipocresía, mientras quien se encuentra con Cristo, se reencuentra consigo mismo, pero “por otro camino” (Mt 2,12), esto es, halla el eje de su existencia en el mismo Eje de Jesucristo, Hijo de Dios.
Cuenta la historia —lo describe Flavio Josefo, casi contemporáneo de Jesús— que Herodes el Grande acabó sus días francamente mal, lo que se dice muy mal, en el sentido de que una grave, penosa y repugnante enfermedad le afectó a su bajo vientre hasta el punto de la putrefacción. No vamos a caer en la fácil conclusión de un castigo divino para que quien había cometido aquellos nefastos infanticidios, los debiera pagar con esa ignominiosa muerte, según el viejo refrán de “quien a hierro mata, a hierro muere”, como si fuera natural que quien tanto había violado lo nacido del vientre materno, su propio vientre debiera pudrirse. Dios no se guía por semejantes criterios de justicia y sus caminos de misericordia son otros, muy distintos a los nuestros, como nos amaestró por su propio profeta: “Cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros” (Is 55,99). Pero de alguna manera sí nos sirve la metáfora para este mundo de hoy, aunque suene duro a los oídos: a quien revienta la vida en el útero de la mujer, su propio vientre saltará podrido y hecho pedazos, esto es, en el pecado llevará la penitencia, pues escrito está que Dios no dejará impune ninguna culpa: “El malo no quedará impune” (Pr 11,21), ya que “los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (Ap 21,8), porque “Dios los entregó a su mente réproba, para que hicieran lo que no conviene” (Rm 1,28).
No hay que extrapolar estas palabras, trasportándolas de la metáfora al pie de la letra, para condenar o encarcelar, ni en este mundo ni en el otro, a tantas pobres mujeres que se ven abocadas a pasar por el calvario del aborto, arrastrando luego en su corazón el vacío de una vida perdida, que muchas llorarán desconsoladas. Pero Dios sabe secar las lágrimas de nuestros ojos: “Enjugará el Señor Yahvéh las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra” (Is 25,8). El Calvario ya lo pasó Cristo por ellas.
Ha vuelto Herodes, sí, que es lo mismo que decir que el Diablo torna y retorna continuamente a su perversidad inicial —ser “homicida desde el principio” (Jn 8,44)—, “dando siempre vueltas como un león rugiente buscando a quien devorar” (1P 5,8) y persistiendo en encarnarse en los hodiernos Herodes para acabar con la vida de los “nasciturus” “desde el principio” de su concepción. Es la misión de Satanás, ocultamente presente —y a veces no tan ocultamente— en esas leyes y prácticas abortivas, entronizadas primero en el corazón —¿se le puede llamar corazón?— de quienes las dictan, las aprueban y las cumplen y, después, en esas clínicas —pero es que las clínicas, ¿no son para curar, mantener y defender la vida?—, generalmente máquinas engendradoras de dinero sucio, que otra cosa ni engendran ni protegen.
Ha vuelto Herodes, sí, repetimos; pero el Niño se ha ido a Egipto, el Cielo, de donde volverá —“de Egipto llamé a mi Hijo” (Os 11,1)— para darnos una vida nueva: se acabó “el llanto de Raquel que llora por sus hijos” (Jr 31,15), cuando nuestro cuerpo, incluso el de los millones y millones de no nacidos asesinados en el vientre materno, se revestirá de la inmortalidad de los resucitados con Cristo y “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21,4).