En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos.» (Mateo 5, 17-19)
“No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. En este día de Cuaresma, el Evangelio nos invita a contemplar al Señor que camina con sus discípulos, y les va abriendo la inteligencia para que puedan llegar un día a descubrir el misterio de amor de Dios que se encierra en su corazón. Les prepara, y a nosotros con ellos, a vivir el sufrimiento de la cruz y la gloria de la Resurrección.
¿Qué quiere enseñarles hoy Jesús?
Les enseña con muy pocas palabras a cumplir la plenitud de la Ley, ¿cómo? Les dice claramente que viviendo los preceptos de la Ley y enseñando a los hombres esa ley, serán “grandes en el reino de los cielos”.
¿Nos quiere decir que el cumplimiento reglamentario y formal de todos los detalles establecidos en la Ley es el verdadero camino para el Reino de los Cielos?
No. En sus conversaciones con el pueblo judío, el Señor se queja de que muchos de ellos, “me honran con los labios, pero su corazón está lejos de Mi” (Mt 15, 8). Y recrimina a los “escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis olvidado la más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Estas cosas había que hacer, sin omitir aquellas. ¡Guías ciegos!, que coláis un mosquito y os tragáis un camello” (Mt 23, 23-24).
Con estas, y otras palabras, y especialmente con la parábola del fariseo y del publicano, el Señor nos ayuda a comprender bien que es la plenitud de la ley que viene a establecer, y lo que de verdad agrada a Su Corazón.
Hasta la llegada de Cristo toda la Ley estaba expresada en los dos grandes mandamientos de “Amar a Dios sobe todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”.
Con su vida y con sus palabras nos anuncia la “plenitud de la Ley”: el “Mandamiento nuevo”: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.
Ya les ha dicho que Él es la Luz del mundo, y que quien le sigue, no camina en tinieblas. Quiere explicarles ahora el verdadero sentido de la Ley y de los preceptos que en ella se contienen. La ley es el camino para “ser grande en el reino de los Cielos”.
Con su venida, con su Encarnación, el Señor abre los ojos de los hombres al misterio insondable del amor de Dios en la Creación, en la Redención, en la Santificación y glorificación del hombre. Le Ley era el camino para que el pueblo elegido descubriera al “enviado de Dios”, al “Hijo de Dios”, que iba a hacer nuevas todas las cosas.
“Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida en que amamos a nuestros hermanos” (1 Juan 3, 14). Esa es la plenitud de la Ley. Y esa plenitud se tiene que desbordar en obras de amor y de servicio a los demás: “No amemos de palabra, sino en la verdad” (1 Juan 13 18).
Amando a Dios y a los demás, con el corazón de Cristo, en el corazón de Cristo, vivimos con Cristo “la plenitud de la Ley”.
Con sus enseñanzas, Cristo nos está diciendo además que cuenta con nosotros, convertidos ya a su Amor, para que le ayudemos a redimir el mundo, y cada uno de nosotros: “lo enseñe así a los hombres”.
Pensemos en las obras de misericordia, que en este Año de la Misericordia el Papa nos ha recordado paternalmente a todos los cristianos, y que podemos vivir los unos con los otros, en las tareas de nuestro trabajo cotidiano, en nuestras relaciones familiares, en nuestros círculos de amistad, entre los más necesitados.
Todos somos apóstoles de la Verdad, todos los que creemos en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, y en la Iglesia por Él fundada, llevamos sobe nuestros hombros la carga de dar testimonio de nuestra Fe, y de manifestar con nuestras obras, que en nosotros la Ley antigua ha dejado paso al “Mandamiento nuevo”.
Esta es la mejor obra de misericordia que nosotros podemos vivir con quienes nos rodean: ayudarles, con nuestras palabras, con el Evangelio, y con nuestras obras de servicio y de amor, a descubrir que Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”.
La devoción a la Virgen Santísima, Madre de Misericordia, nos dará la gracia y el aliento para “cumplir la Ley” amando; para enseñar a los obras a vivirla, y así, con Ella, poder “ser grandes en el reino de los Cielos”.