El libro del Cantar de los Cantares es llamado así porque contiene el canto de amor por excelencia de Dios por el alma y de ésta por Dios. Son tres las veces, a lo largo de este inigualable poema de amor, en las que el alma expresa festivamente la plenitud de su amor de esta forma: “Yo soy para mi Amado y mi Amado es para mí”. Y lo que pide a Dios, a su Amado, es realmente asombroso, fascinante: “¡Grábame como un sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo!”
Partiendo de esta constatación, quiero señalar un matiz sobre la esposa que no puede pasar desapercibido, ya que es fundamental para acertar —-si es que podemos llamarlo así—- en la relación amorosa de toda alma con Dios. Adelanto un poco lo que va a ser el contenido de este capítuloartículo: los amigos, los amantes de Dios, son por encima de todo audaces. Sin este punto, que hemos dado en llamar audacia, el alma se quedaría bloqueada ante la incomprensible e inimaginable propuesta de amor que Dios le hace.
te soltaré si me bendices
Audaz, e incluso osado casi hasta la irresponsabilidad, fue Jacob cuando Dios, luchando toda una noche con él a brazo partido, le hizo ver su debilidad al herirle una de sus piernas. Viéndose vencido, Jacob echó mano de su audacia y se agarró a ÉEl diciéndole: ¡Me has vencido, de acuerdo, pero ahora no te soltaré hasta que me bendigas! Le está obligando a que su Palabra loe envuelva, sea su huésped, velándoloe, protegiéndoloe y sosteniéndoloe. Dios accedió a su petición, tan original (Gn 32,23-3 1).
Audaces fueron los dos discípulos de Emaús con ese transeúnte que hizo camino con ellos. Habían abandonado la Escuela del Discipulado y se dirigían a Emaús. El talAquel compañero de camino iluminó sus tinieblas con su palabra de tal fuerza y verdad que, cuando hizo ademán de separarse de ellos, éstos actuaron igual que Jacob. Temiendo más que a la muerte a los fantasmas de su debilidad, se agarraron a Él y hasta loe forzaron a quedarse con ellos: “¡Quédate con nosotros que la noche está al caer!” (Lc 24,29). ¡Que no hay noche más triste y desazonadora que aquella que está huérfana de tu Palabra! ¡Quédate!
yo soy para mi amado
La audacia de la esposa del Cantar de los Cantares nace de una constatación: Sabe del amor de Dios hacia ella; mas no se fía de sí misma. Conoce demasiado bien su debilidad. Ahí está su puerta abierta a la Verdad. Su intrepidez la lleva a no prometer nada, mas sí a pedir; y lo que pide a Dios, a su Amado, es realmente asombroso, fascinante: “¡Grábame como un sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo!” (Ct 8,6).
La mutua pertenencia entre Dios y el alma supone lo que podríamos llamar una aleación entre la fuerza de Dios y nuestra debilidad. La fuerza de Dios dio sus pasos. Primeramente se escoge un pueblo; después, encarnándose en él, se abraza a toda la humanidad. La debilidad ha de dar también sus pasos que, como hemos visto, están marcados por el aplomo y el atrevimiento de la osadía. Sólo quien conoce su debilidad y no se resiste a “quedarse sin Dios”, echa mano de estas mañas que no son otras que la audacia del amor. Criatura noble donde las haya para apropiarse de lo que es, según la sensatez humana, algo que está a años luz de su realidad. Desde la nobleza de su debilidad se eleva para gritar: “Yo soy para mi Amado y mi Amado es para mí”.
El grito de la esposa es todo él una explosión de un alma enamorada. En su santa y lúcida insensatez, le ha dado por alcanzar con sus amores al Santo de los santos, al Inaccesible. Tan enamorada está que ha encontrado solución a lo que parece imposible. Nos parece ver en ella al mismo Jacob que forzó a Yahvéh. Ella también loe fuerza al decirle: ¡Ponme como un sello sobre tu corazón y sobre tu brazo! ¡Sólo así podré estar a la altura de tu amor!
Dios acepta este reto. Pocos retos le son tan agradables como éste. Accede a sus deseos; más aún, los sobrepasa. Se encarna. Será su Hijo Jesús quien se inscribirá, se sellará en el corazón de los hombres y, a su vez, el alma podrá ser inscrita en Él. Realizado esto, el “yo soy para mi Amado y mi Amado es para mí” se traducirá de esta forma: yo estoy escrita en mi Amado y mi Amado está escrito en mí. Algo de esto nos dijo Ignacio de Antioquía cuando nos legó esta bellísima confesión: “Ya he llegado a ser Palabra de Dios.”
pondré mi Ley en su interior
No estamos diciendo nada nuevo. Ya Jeremías, con su inconfundible estilo, nos había alegrado el oído y el corazón con la bellísima promesa de que Dios mismo se escribiría con su Palabra en el corazón y espíritu del hombre. Corazón y espíritu que serán las nuevas y definitivas Tablas de la Ley-Palabra salvadora: “He aquí que días vienen en que yo pactaré con la casa de Israel una nueva alianza… Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días. Dice Yahvéh: Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 31,31-33).
¿Y qué diremos del grito desgarrador de David que oímos en el salmo 51? “¡Dios mío, crea en mí un corazón puro!” Míralo, es sólo barro, compadécete de él. Un corazón así contrito y humillado no lo puedes despreciar. Recogemos el corazón de este hombre y adivinamos la súplica que se le quedó en los labios. Es como si el salmo continuara así: Es toda una marca de debilidad e incluso iniquidad la que se eleva hacia ti. Es un dolor insoportable, mas también es un corazón que desea amarte, y ahí está el dolor de todos los dolores porque no te puede amar. ¡Haz algo! ¡Desciende, inclínate! ¡Escríbete sobre mi barro!
No hay la menor duda de que nos es fácil descubrir al Rey de Israel detrás de cada una de estas súplicas, cuyos ecos estremecen el alma. En cuanto a su amor a Dios, sí es cierto que lo amó con locura en un tiempo. Aún recuerda cuando se fió de ÉEl y se enfrentó a Goliat con una simple honda. No es que se apoyase en ésta, sino en la mano de Yahvéh que habría de estar con él en el momento de usarla. Al lado de ésta, cuántas historias más se tejieron entre él y Dios.
escribió en su barro
Aún así, se conoce lo suficiente como para saber que su corazón es más dado a la traición que a la lealtad. Su sabiduría consiste en que no se conforma con ello. Y ahí loe tenemos gritando, suplicando, clamando: ¡Dios mío, crea en mí un corazón nuevo, escribe tu Palabra creadora en este pobre barro que soy! Escríbete sobre mi debilidad.
Dios oyó a David, a todos los que, como él, pusieron su fragilidad en sus manos. Descendió, se inclinó y escribió en sus barros. Lo hizo incluso literal y visiblemente tal y como lo podemos apreciar en el texto en el que los fariseos presentan al Hijo de Dios una mujer sorprendida en adulterio (Jn 8,1-1 1).
El episodio es por todos conocido. Le presentan a esta mujer con la sentencia ya dictada a viva voz por sus acusadores. El cuadro escénico no puede ser más desolador: una acusada cuya debilidad está al descubierto, y unos acusadores que la mantienen bien oculta. Digo esto porque según la ley, que con tanto ahínco defienden y pregonan, adúltero, en la espiritualidad de los profetas, es todo aquel que da culto a los ídolos. Adúlteros son estos que dan culto, por ejemplo, a su propia gloria despreciando la gloria de Dios, tal y como Jesús les hizo saber: “¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?” (Jn 5,44).
Tan solapado tienen su adulterio que no se enteran de nada. Ni siquiera de lo que rezan cuando recitan los salmos o los escritos de Moisés y los profetas. De lo que no tienen la menor duda es del adulterio de esta mujer. Por eso la llevan donde Jesús. Muy fieles ellos, sienten la necesidad de cumplir lo establecido.
con el dedo en la tierra
Al oírles, “Jesús, se inclinó y se puso a escribir con el dedo en la tierra, en el barro”. Su actitud encierra una catequesis que conmueve nuestras entrañas hasta estremecerlas. Tengamos en cuenta que, en Juan, la palabra tierra tiene una connotación especial. Apunta al hombre terreno creado del polvo. Juntamente con esto, conviene explicar que en la espiritualidad bíblica, el dedo de Dios representa su poder creador. De hecho, uno de los muchos títulos que la Iglesia ha atribuido al Espíritu Santo en su actividad es el de “Dedo de la derecha del Padre”.
Jesús, que es uno con el Padre (Jn 10,30), está haciendo visible la esencia real de su Encamación. Con su dedo escribe en la tierra, ¡en el barro que somos! ¡Está escribiendo su Palabra en el hombre tal y como fue profetizado por Jeremías!, profecía que ya hemos visto. El gesto es de una elocuencia atronadora. Los acusadores lo saben. Se saben de memoria todas las profecías. En realidad, ése es su problema: que solamente se las saben de memoria. El caso es que tienen ante sus ojos la plenitud y cumplimiento de una profecía completa y ni auún así se dan por enterados, por lo que insisten en sus acusaciones.
Ante un doblez tan retorcido, Jesús podía haber optado por dejarlos por imposible. No lo hizo así. Ha sido enviado por el Padre no sólo para salvar a esta pobre mujer acusada, sino también a sus acusadores. Loes mira con la misericordia y compasión de quien tiene delante unos hombres totalmente engañados, y les dice: “Aquel que esté sin pecado que tire la primera piedra. A continuación, se inclinó nuevamente y continuó escribiendo en la tierra”.
Esta vez sí parece que entendieron. Juan nos dice que se retiraron empezando por los más ancianos, los más sensatos… o, mejor dicho, los menos insensatos. La catequesis es bellísima. Jesús es el enviado por el Padre para escribir su Palabra de salvación en el corazón de todos los hombres sin exclusión alguna. Su poder creador en nuestro barro alcanza tanto a aquellos cuyos adulterios para con Dios son manifiestos, como para los que los tienen cubiertos.
inscritos en su corazón
Jesús, el Hijo, del Padre, escribe la Vida en nuestro interior y nos escribe también a nosotros en Él que es la Vida. Esto es lo que suplicaba confiadamente la esposa del Cantar de los Cantares a Dios su Esposo: “Ponme como un sello sobre tu corazón…” ¡Ponme en ti, pon mi barro en ti! Esto no es un simple ruego o una súplica..…:, es una auténtica locura que haría las delicias de todo un equipo especializado de psiquiatras.
De hecho, sí parece una locura a todo el mundo, mas no a Dios. Por ello envía a su Hijo para decir que sí, que tomará al hombre y lo escribirá en su Espíritu. Recordemos lo que dijo Jesús a sus setenta y dos discípulos cuando volvieron de predicar adonde los había enviado. Decían eufóricos: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre!” (Lc 10,17). Jesús los miró como diciéndoles: ¿Sólo por esto ya estáis exultantes? Os voy a decir de lo que realmente tenéis que alegraros y saltar de gozo. “Alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos” (Lc 10,20).
¿Qué les está queriendo decir Jesús? Ni más ni menos que sus nombres están escritos en Dios. Como sabemos, el término cielo, tanto en singular como en plural, es empleado con frecuencia en la Escritura como designación eufemista o respetuosa del nombre de Dios para que éste no fuese banalizado, como por ejemplo, podemos ver el pasaje de la interpretación que Daniel hace del sueño de Nabucodonosor: “…y la orden de dejar el tocón y las raíces del árbol, significa que tu reino se te conservará hasta que hayas reconocido que todo poder viene del Cielo” (Dn 4,23).
sellado en los tesoros de Dios
Hecha esta aclaración, continuamos con la exposición. A la luz de lo dicho hasta ahora, podemos afirmar que estamos guardados en Dios, escritos en Él, en su libro de la Vida, como leemos en el Apocalipsis. Y más aún, en la bolsa de la Vida, aquella en la que Dios guarda la vida de sus amigos como si fuera un tesoro. Estas palabras proféticas las encontramos, inspiradas por el Espíritu Santo, en la boca de Abigail, esposa de Nabal, cuando David le perdonó la vida: “Y aunque se alza un hombre para perseguirte y buscar tu vida, la vida de mi señor está encerrada en la bolsa de la vida, al lado de Yahvéh tu Dios” (1S 25,29).
Cuando un hombre guarda en su corazón la Palabra, la retiene, Dios se encama en la debilidad de su carne. A partir de entonces, este hombre está sellado en los tesoros de Dios. Oigamos lo que dice Dios de Israel y que, por supuesto, es aplicable a cada discípulo de su Hijo: “Pero él —Israel—, ¿no está guardado junto a mí, sellado en mis tesoros?” (Dt 32,34).