Tarde de verano de los primeros días de agosto. Calor rayando en los 35 grados. El sol hace horas que ha iniciado su declinación, pero aún castiga con sus rayos oblicuos. Durante el día no ha consentido que nubecilla alguna le oculte su cara radiante y ahora las únicas “nubes” que surcan el cielo son las estelas larguísimas de dos aviones de caza que no acaban de difuminarse en las alturas.
Rafa y Merche se han acercado a su terraza preferida mientras van cogidos de las manos. Han rodeado un velador y se han sentado uno enfrente del otro. Para ambos piden un par de cañas. Al lado acaba de marcharse un matrimonio con un montón de hijos pequeños. El suelo está lleno de migas de pan y restos de patatas fritas; en el cestito de una de las mesas todavía quedan dos trozos grandes de pan.
Mientras esperan su consumición, una bandada de pájaros de ciudad, gorriones avezados a la presencia humana y a no asustarse ni levantar el vuelo ante cualquier gesto, se abalanzan sobre las migas del suelo, picoteándolas y disputándoselas sin miramientos en un revuelo, en el que los más espabilados y ágiles arrebatan el trofeo más pingüe, perseguidos por otros tres o cuatro que no están dispuestos a perder la misma presa.
—¿Te has fijado, Merche?
—Los veo, los veo. Son once, los he contado, y mira qué trifulca están armando.
—Ha sido en un abrir y cerrar de ojos: irse esa familia y han acudido en tropel desde esos árboles, lanzándose en picado como flechas hacia el botín del suelo.
—No siembran, ni siegan, ni tienen graneros y mira cómo viven y se alimentan como reyes —remata Merche, recordando unas palabras de los evangelios.
—Me llama la atención la fuerza del instinto natural: con tal de llenar el buche, se pelean como lobos… Bueno, la verdad es que en mi casa, que somos siete hermanos, también nos peleábamos por una galleta, tratando de quitársela a los demás.
—Nosotras somos solo tres chicas y nos ocurría lo mismo: cada una quería que mamá nos sirviera la comida la primera y siempre había lloros y riñas por lo mismo.
—Pero lo que más me sorprende es que armen todo este zafarrancho de combate por las migajas del suelo, mientras un poco más arriba, en la mesa, hay dos hermosos trozos de pan.
—Sí, querido: la pasión es ciega. Lo único que busca cada uno es llenar su tripilla, por encima de todo y de todos. Mira ese más pequeñajo: apenas pilla algo, mientras todos los demás van a lo suyo y lo arrinconan…
—Es lo que suele ocurrir en la vida real nuestra: los débiles llevan siempre las de perder, mientras los prepotentes pretenden llevarse siempre la parte del león.
—En mi trabajo —dijo Rafa— hay gente así: algunos los llaman los “trepas”, los que se apoyan en la espalda de los demás paras subir peldaños en su promoción, aunque estén menos preparados. No les importa pisar a los demás con tal de medrar.
—Yo lo he notado hace un par de años entre mis amigas. ¿Te acuerdas de Rosi?
—Sí, la recuerdo bien. Tenía muchas pecas y algunas le tomaban el pelo diciéndole que si había tomado el sol con un colador…
—Pues por eso mismo la pobre se quedó acomplejada y luego apenas quería seguir saliendo con nosotras.
—Este tipo de incomprensión e intolerancia trae consigo esos problemillas, que muchas veces marcan a las personas. A Jacinto le pasó algo parecido en nuestro grupo de amigos: tartamudeaba un poco y, cuando las risas acababan en burla, empezó a cerrarse en banda y ahora apenas sale de su casa. Incluso no va bien en los estudios. Le he llamado por teléfono pero sus padres me han dado a entender que están preocupados pues tampoco logran hablar con él. Encerrado en sí mismo se pasa el día jugando con la PS-2 y el ordenador.
“gustad y ved qué bueno es el Señor”
Un gorrión se abre paso entre los demás pajarillos. Ha dejado de comer, piar y corretear, y ahora, con su buche lleno a discreción, da saltitos apaciguados…
—Rafa, mira cómo salta ese gorrión grandote: parece el líder de la banda.
—Ya lo dice nuestro refranero…: “De la panza sale la danza”.
—Siempre ha sido así. Y a nosotros, los hombres, nos ocurre lo mismo. ¿Te acuerdas del pueblo hebreo a los pies del Sinaí? Moisés tardaba en bajar del monte con las Tablas de la Ley… El pueblo se construyó un becerro de oro y se dedicó luego a festejar, comer, cantar y danzar…
—Pero, Merche: ¿qué te crees que nos ocurre a nosotros los jóvenes en las “fiestas”? Me refiero al botellón y esas otras movidas del turismo etílico.
—Tienes razón. De todas maneras yo sigo dándole vueltas a la idea del poder que tiene el instinto natural de los seres vivos. Fíjate, las abejas siguen haciendo sus celdillas hexagonales desde tiempo inmemorial, las hienas buscan la carnaza podrida, el milano persigue a las palomas y el zorro a las gallinas, los osos hibernan en invierno, las águilas vuelan alto de día, mientras los murciélagos duermen colgados de una pata boca abajo; en los mares, el pez grande siempre se come al chico y el león seguirá siendo el rey de la selva. La naturaleza es sabia y cada animal cumple a la perfección la ley que el Creador ha fijado en su ser: el instinto los guía para su propia supervivencia, cada uno tiene su propio depredador y así se mantiene el orden y equilibrio natural.
—Pues eso es lo grave, que solo el hombre, que ya Aristóteles lo definía como animal racional, es capaz de invertir ese orden y quebrar ese equilibrio. Tenemos nuestros propios instintos, como los animales, pero también, y a diferencia de ellos, contamos con un principio racional que nos hace libres para escoger el bien o el mal. Y aquí está el punto crítico: en esta elección somos capaces de cambiar la escala de valores. Por eso, con tal de dar satisfacción a nuestros apetitos, volvemos a vender nuestra primacía espiritual por un plato de lentejas, como hizo Jacob, ¿te acuerdas?
— Es lo que San Pablo se refiere con el paralelismo del hombre de la carne y el hombre del espíritu. Por el pecado original rompimos aquel estupendo equilibrio del edén, y nos hemos rebajado mucho más que los animales cuando nos hemos convertido en “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre), que decía Hobbes y antes de él, un tal Plauto del siglo III antes de Cristo.
—¿Os sirvo algo más? —tercia el camarero.
—No, gracias; el pincho de tortilla estaba buenísimo.
“abre la boca que te la llene”
Pagan la cuenta y, nuevamente, cogidos de la mano, prosiguen su paso por debajo de los árboles, donde los gorriones siguen trinando y revoloteando.
—¿Sabes una cosa, Rafa? Estos pajarillos se han dado su banquete con las migajas del suelo siguiendo su instinto y sin ver que, un poco más arriba, tenían un manjar mas abundante con aquellos dos trozos grandes de pan sobre la mesa…
—Pues esta es la gran diferencia con nosotros, los humanos. Nosotros sí podemos discernir dónde está lo mejor. Y así se da la paradoja de que muchos, con tal de conseguir lo que ellos entienden “lo mejor”, son capaces de vender lo excelente que hay en ellos: sus valores humanos, la lealtad, la sinceridad, la comprensión, la fidelidad, la amistad verdadera, el servicio a los demás
—Rafa, me estás haciendo recordar unas palabras que he oído cantar alguna vez en alguna misa: “Tú preparas ante mí una mesa” (Sal 23,5). Es la mesa que tenían encima los gorriones con un manjar mucho mejor que las migajas del suelo. Para mí la gran paradoja es que nosotros vayamos buscando por los suelos, las cáscaras y desperdicios de los alimentos, mientras el Señor nos prepara una mesa de manjares exquisitos. Más arriba tenemos el verdadero manjar.
—Sí, es la mesa de la Eucaristía; es la mesa de lo que cada día nos propone el Señor como lo más adecuado para nuestra boca, que es lo que dijo Jesús a los suyos: “Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis […]. Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió” (Jn 4,32 y 34).
—Este es el Rafa que a mí me gusta —, mientras se le acerca para darle un beso.
—Esta es mi chica preferida —concluye él.
El sol ya se ha ido. Oscurece. Los gorriones callan y dormitan. Las manos de Rafa y Merche siguen entrelazadas y sus ojos brillan de amor puro en el principio de la noche.
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