Buenanueva reseñaba hace poco una intervención de Marcello Pera sobre laicidad y laicismo en la Universidad de Navarra.
La lectura me ha recordado un episodio que ocurrió hace ya algunos años: un ministro socialista afirmaba, apelando a Grocio, que quienes ejercen el poder político “deben gobernar como si Dios no existiera”.
Traigo a colación este episodio porque parece evidente que el actual gobierno tiene esa misma mentalidad.
La frase que el ex ministro atribuye a Grocio está muy lejos de lo que realmente dijo el pensador, aunque las palabras se parezcan. Grocio hablaba de construir una filosofía política que pudiera ser aceptada por todos, que fuera válida “incluso si concediéramos que Dios no existe”, lo cual no tiene mucho que ver con lo que le atribuía el ministro
Pero lo importante no es el punto de vista histórico, es decir, si la tesis es o no es atribuible a Grocio, sino si la tesis en sí es verdadera y constituye un criterio válido de gobierno. Pues bien, a mi entender, la auténtica laicidad -a la que sin duda aludía el. ministro- no se da cuando el poder prescinde positivamente de Dios, sino cuando se reconoce incompetente para tomar partido en las cuestiones religiosas, que quedan de este modo en manos de los ciudadanos.
La diferencia entre laicidad y laicismo consiste en que el laicismo toma partido en la cuestión religiosa. Enseguida veremos que el laicismo es, sorprendentemente, un tipo de confesionalidad.
En efecto, gobernar “como si Dios no existiese” es tomar partido; es gobernar “en ateo”; gobernar “como si Dios no existiese” significa confesionalidad atea, igual que gobernar “como si la religión católica, o la musulmana, o la anglicana, fuese la verdadera”, significa confesionalidad católica, musulmana, anglicana; del mismo modo, gobernar “como si no pudiésemos conocer si Dios existe o no existe” es confesionalidad agnóstica. Todas estas versiones de la confesionalidad están excluidas por la laicidad, puesto que son modos de tomar partido; lo que la laicidad exige es precisamente gobernar reconociendo la propia incompetencia para tomar partido en cuestiones religiosas. Esto no excluye que el poder pueda regular el ejercicio de la libertad religiosa, como de las demás libertades, puesto que lo requiere la pacífica convivencia y la composición de los derechos de todos.
Desenmascarada la teoría laicista como confesional, queda una vía de hacerla vigente: aplicarla en la práctica sin exponerla doctrinalmente en su cruda realidad. Una manera práctica de imponer subrepticiamente la confesionalidad laicista sería excluir por principio lo religioso de la vida pública y relegarlo a la intimidad personal. Por ejemplo, excluir que las autoridades puedan participar, en cuanto tales, en actos religiosos; excluir por principio que los fondos públicos puedan usarse para subvencionar actividades religiosas.
Intentemos evidenciar lo más expresivamente posible lo curioso de estas pretensiones: resulta que la religión sería lo único que queda excluido de la esfera pública (en los ejemplos mencionados, de la presencia de las autoridades y de la colaboración de los fondos públicos). Ninguna otra actividad lícita queda excluida por principio: ni el comercio, ni las artes, ni el cine, ni la empresa, ni la cultura. Solo la religión… ¿no hay algo que huele raro?
Otro modo de actuar consiste en descalificar sistemáticamente las intervenciones de la jerarquía religiosa como “injerencias”: al parecer, todo el mundo puede pronunciarse sobre los asuntos públicos menos las autoridades religiosas…; o bien, se descalifican mediante el sencillo e hipócrita expediente de decir que son un intento de “imponer las propias ideas a los demás”. Es sencillamente ilógico: cuando se habla no se imponen las ideas, se exponen. Las ideas se imponen legislando, no hablando: ¿acaso los diversos partidos en el gobierno no imponen sistemáticamente sus ideas a los demás: no ya en temas poco trascendentes, para los que sería sensato limitarse a una mayoría exigua, sino en temas de enorme trascendencia, que requerirían un consenso? Todos sabemos que cualquier ejercicio de la autoridad, desde la aprobación de una ley orgánica hasta una sencilla orden ministerial, supone inevitablemente que la mayoría impone algo a la minoría. Esto lo acepta cualquier teórico de la política. Y resulta que ahora escandaliza que la jerarquía religiosa exponga sus ideas.
El concepto de laicidad tiene también un elemento distinto, y quizás más esencial que el que hemos expuesto hasta ahora: lo político, como todas las realidades humanas (las ciencias, las artes, las técnicas…) tiene su consistencia propia, y por tanto su autonomía: no es competencia de la autoridad religiosa, de modo similar a como lo religioso no es competencia de la autoridad política. Es históricamente cierto que la autoridad religiosa no siempre ha respetado como debía esta autonomía de lo político y de otras realidades humanas; igual que es cierto que el poder político no siempre ha respetado como debía la autonomía de lo religioso.
Pero esta autonomía no debe concebirse ni practicarse de un modo tal que suponga una “toma de partido” en cuestiones religiosas por parte del poder. En concreto: si se concibe o se practica esa autonomía en el sentido de que el escepticismo y el relativismo son el modo correcto de fundamentar la teoría y la praxis política, estamos de nuevo en la confesionalidad: confesionalidad escéptica y confesionalidad relativista.
En mi opinión, desembarazarse del laicismo para vivir, en líneas generales, un concepto correcto de laicidad es relativamente sencillo (al menos en línea de principio: al descender a las cuestiones concretas podemos encontrar frecuentes problemas). Pero cuando el ambiente está tan ideologizado como ocurre ahora en nuestro país, ese paso tan fácil y tan beneficioso para nuestra convivencia se hace difícil, muy difícil.