«Dijo Jesús a la gente: ¿A quien se parece esta generación? Se parece a los niños sentados en la plaza, que gritan a otros: «Hemos tocado la flauta y mp habeis bailado; hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado». Porque vino Juan, que no comía ni bebía y dicen «Tiene un demonio». Vino el Hijo del Hombre, que como y bebe, y dicen: «Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de oublicanos y pecadores». Pero los hechos dan razón a la sabiduría de Dios». Mt 11 16-19
Benedicto XVI ha precisado con mucha agudeza que el progreso técnico es acumulable pero no así el progreso moral. Todavía se pueden usar calzadas romanas, o labrantíos roturados hace siglos, o saltos de agua centenarios, pero la responsabilidad moral del hoy es nuestra.
Nuestra generación es interpelada aquí.
Nos jactamos de haber llegado a la Luna, de tener a la mano el análisis de los componentes de Marte, de haber llegado al muro de Plank, de estar cercando la antimateria, de tener intercomunicado todo el planeta, de tener descodificado el genoma humano, de ser más longevos y sanos que nuca, etc.
Pero el problema sigue siendo el mismo; la felicidad, el sentido de la vida, la salida de la soledad, las preguntas sin respuesta, las razones para la esperanza, el amor vivido,…
¿Qué diremos de esta generación? ¿Cómo se puede calificar? ¿A qué la comparemos? se plantea Jesús.
Somos inmaduros, inconsistentes, veleidosos…como los niños de la plazuela, senados y gritones. Con endechas no lloran y con el son de la flauta no bailan. No secundan nada. No se unen ni a la penitencia ni a la fiestas, ni al llanto ni a la alegria; Ni con el Bautista ni con el Mesías. Aquí seguimos, indiferentes e insatisfechos.
Esta «generación», concepto al que recurre vaias veces Jesús, se caracteriza por una mezcla de indolencia, escepticismo, alienación y conformismo, pero está profundamente frustrada, decepcionada, vacía. Las liberaciones nos han hecho más esclavos; la mayor renta y el consumo (el dinero) no aportan felicidad, las utopías y las revoluciones sólo han traido sangre y desolación, la libertad y la igualdad han ahuyentado la fraternidad. El individualismo, el relativismo y el subjetivismo han arrasado con la verdad y la responsabilidad, ya nada merece la pena. La desertificación del espíritu nos deja a merced de cualquier fanatismo, expuestos a cualquier viento de doctrina.
«Pero los hechos dan (la) razón a la sabiduría de Dios«.
Esta generación -todo tendrá cumplimiento en esta generación (Lc21 33)- será juzgada por no haber reconocido al Ungido de Dios, por rechazar a Dios mismo. Por haber provocado las lágrimas de Cristo (Lc 19 41).
Frente a la insatisfacción generalizada, que no apaga ni el consumismo ni ninguna de las contadas alienaciones que están al alcance de los humanos, la sabiduría de Dios viene corroborada por los hechos. Jesucristo es el mismo ayer, hoy y mañana. Y no hay otra Palabra de parte de Dios. Los hechos -no las teorías o la propaganda- dan la razón a la sabiduría de Dios. Es un rio. Puede que para nosotros, una corriente contínua de agua, nos parezca algo insignificante, pero para un habitante del desierto y superviviente en la aridez, «un torrente en crecida» (uno de los símbolos de Israel) es el asombro del asombro. Nada menos que a un rio compara Isaias la dicha que producen los caminos del Señor. (Is 48 18).
Los hombres pueden organizar el mundo sin Dios, como señaló Pablo VI, pero en tal caso necesariamente lo harían contra el propio hombre. O como dijo Benedicto XVI; defendiendo a Dios defendemos a los hombres. La así propalada «muerte de Dios» comporta la «muerte de los hombres», empezando -como es propio de cobardes- por los más débiles e indefensos. Son los hechos, no la palabrería, lo que da la razón a Dios; «en la sentencia tendrás razón» (Sal 51 6; Vid. Rm 3 4.)
Es la mentira radical, presentada bajo mil desfraces, deslizar que sea Dios quien limita al hombre, quien le amarga la existencia. En ningún orden de la vida es así. El autor de la vida no se contradice. Al contrario. Sólo Tú tienes palabras de vida eterna. Sólo la «Sabiduría de Dios» plenifica y da respuesta al anhelo de inmortalidad que indisolublemente va unido a la experiencia del vivir humano. Todo lo demás son falacias, parches, incitaciones al troceamiento de la existencia, exaltaciones de lo efímero, racionalizaciones de antropologias erradas, deshumanización, impiedad. Por eso «dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos». Quien susurra su Ley día y noche, no es ningún legalista, sino uno que con íntima certeza espera su venida.