En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes.
Entonces lo llamó y le dijo: “¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando».
El administrador se puso a decir para sí: “¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”.
Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: “¿Cuánto debes a mi amo?”.
Este respondió: “Cien barriles de aceite”.
Él le dijo: “Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”.
Luego dijo a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?”.
Él contestó: “Cien fanegas de trigo”.
Le dice: “Toma tu recibo y escribe ochenta”.
Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz.
Y yo os digo: ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.
El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto.
Pues, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Si no fuisteis fieles en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará?
Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (San Lucas 16, 1-13).
COMENTARIO
La lectura de hoy nos presenta una pequeña historia, contada por Jesús donde nos relata la relación entre un hombre rico y su administrador que, en un momento dado derrocha sus bienes, es decir, traiciona el principio básico de confianza que su señor ha puesto en él.
Cuando profundizamos en esta relación hay un paralelismo entre esos bienes que el señor pone en manos de su administrador y la gracia que cada uno de nosotros recibimos por parte de Dios por puro amor y misericordia.
Cada vez que un hombre se aproxima a Dios en busca de luz, comienza a recibir de manera incesante bienes espirituales o “gracias” que nuestro Señor nos entrega para que sostengan nuestra fe, pero también para que las administremos entre quienes nos rodean.
Dice el Evangelio de San Mateo, capítulo 10,7-15, “Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis”.
Somos administradores de la gracia que Dios nos entrega al igual que el hombre rico de esta parábola pone sus bienes, con toda confianza, en manos de su administrador. Debemos pedir a Dios que nos llene de amor para distribuirla en el mundo con la misma gratuidad que Él nos dispensa.
La fe no es un tesoro que deba guardarse dentro de nuestra alma para nuestro propio consuelo y esperanza: la fe se nos da para repartirla.
Dios no espera de nosotros que lo hagamos solos, contamos con su ayuda y, de ninguna manera nos expulsará de su lado si fallamos. Con amor de Padre nos levanta y nos acompaña y nos enseña a ser sus ojos, sus manos, y su voz en la tierra.
A los hombres nos gusta tener, organizar y administrar bienes materiales. Disfrutamos haciendo planes sobre en qué invertiremos nuestro dinero y cuántas cosas poseemos, pero estamos llamados por nuestro Padre del cielo a una aspiración mucho mayor: administrar sus bienes, los eternos, los que no se marchitan, los que saltan a la vida eterna.
Pidamos a Dios sabiduría para dedicar el tiempo necesario, solo el necesario a los bienes materiales y entregar nuestra vida a la sagrada y hermosa misión de ser administradores de su gracia en la tierra.