En aquel tiempo fue Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía admirada: «¿De dónde saca éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos, Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?». Y aquello les resultaba escandaloso. Jesús les dijo: «Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta». Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe. (Mateo 13 . 54–58)
Hoy observamos, con preocupación, como numerosas personas prescinden, con tono irónico, de Dios sustituyéndolo por otros ídolos que posteriormente crean decepción.
No importa que los demás razonen, no cambia nuestra realidad, Jesús no deja de ser el hijo de Dios porque sus contemporáneos, sus amigos, no lo entendían; tampoco vale para nosotros, todos valemos por lo que somos y porque Dios sabe quiénes somos y para qué estamos en este mundo.
Claro, si le consideramos un conseguidor de cosas materiales y además queremos manipularlo a nuestra conveniencia. Mal rollo, es la fe, la esperanza y la caridad en ejercicio lo que necesitamos para ver todos los milagros que cada día realiza en nuestra vida. Por supuesto que si seguimos con nuestros empeños de poder y dinero, y cuanto más mejor, pues que quieres que te diga no es el camino adecuado y jamás llegaremos a descubrirlo y aceptarle como Nuestro Salvador.