“Huerto eres cerrado, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada… ¡Fuente de los huertos, pozo de aguas vivas!” (Ct 4,12-15).
Como manzano único entre todos los árboles silvestres es mi amado, hemos oído decir a la esposa inclinando toda la explosión de su ser hacia Él. Como lirio entre todas las flores del campo es ella, mi amada, había dicho, a su vez, su esposo, dando palabras al fuego que ardía en su alma (Ct 2,2-3).
No le parece suficiente al esposo el canto de amor por su amada que acaba de elevar a los cielos, como queriendo competir en majestad y belleza con el arco iris que viste de colores el horizonte. No le parece suficiente, para que nadie pueda hacerse una idea de lo que siente por su esposa. De ahí que eche mano de las riquezas más recónditas de su corazón y nos detalle, con la maestría y elegancia propias del amor, facetas y matices de su amada que estremecen y conmueven los cimientos inmateriales de nuestra alma. Fijémonos en algunos de estos sus arrebatos por ella, y que dan cuerpo a este capítulo: huerto cerrado, fuente sellada, pozo de aguas vivas, etc.
Al llamarla huerto cerrado, está anunciando su pertenencia, que no tiene que ver en absoluto con un dominio que reduce a la cónyuge a la sumisión y esclavitud. Lo que está intentando decir es que su amada es inaccesible a todo amor que no sea lo total, así, como suena. Es una inaccesibilidad que tiene su razón de ser en la proyección infinita de sus deseos. Necesita ser amada ilimitada y eternamente: así es el alma.
Ha crecido lo suficiente como para rechazar todo espejismo o señuelo del amor. Se ha hecho caprichosa, persistentemente caprichosa, testaruda… sólo se conforma con Dios ¡y nadie más! Es inaccesible para todos menos para Aquel que puede abrazar todos y cada uno de los espacios, ávidos de amor y de deseo, que contienen su alma. Son demasiados, innumerables, y además exigentes hasta morir. Su calidad les impide abrirse y entregarse a nadie que no sea el que lleva, por definición, el nombre que busca: el Amor (1Jn 4,8).
Dice también el esposo de ella que es fuente sellada, pozo de aguas vivas. Está proclamando así que sus frutos, tan excelentes como exquisitos (Ct 2,12-13), brotan y alcanzan su madurez y dulzura porque de las entrañas del jardín cerrado mana una fuente de agua viva que es ¡Él mismo!, la Fuente de la vida anunciada proféticamente por otro de los hijos de Israel que alcanzó a palpar el Misterio. Nos atrevemos a hablar así -que a alguien le podría parecer una locura- porque sólo un amigo de Dios de esta categoría podría escribir, y desde su experiencia, palabras tan arrebatadoramente sublimes como: “¡Oh Dios, qué precioso es tu amor! Por eso los hijos de Adán se cobijan a la sombra de tus alas. Se sacian de la grasa de tu Templo, en el torrente de tus delicias los abrevas; en ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz” (Sl 36,8).
Tenemos razones más que fundadas para afirmar con rotundidad que nuestro salmista, más allá de poseer un alma poética, lo que en realidad le acontecía es que la tenía abrazada al Espíritu de Dios. Es por ello que puede expresarse así según su fuente interior: ¡Oh Dios, qué precioso es tu amor!
El libro del Deuteronomio nos ofrece un texto acerca del amor de Dios al hombre que nos deja casi sin habla. Decimos acerca de su autor lo mismo que hemos dicho del salmista. Mucho se ha adentrado este israelita en el corazón de Dios para poder vaciar su alma hacia nosotros con expresiones imparablemente hermosas como: “El Dios de antaño es tu refugio, estás debajo de los brazos eternos… Israel mora en seguro; su fuente brota aparte para un país de trigo y vino; y hasta sus cielos destilan rocío” (Dt 33,27-28).
No nos restreguemos los ojos, sí hemos leído bien. Israel está protegido, igual que el huerto cerrado del Cantar de los Cantares, por “los brazos eternos de Dios”. No son brazos para aprisionar ni para retener, sino para abrazar. No son posesivos, son brazos cálidos en los que toda alma que se deja enseñar por la escuela de la confianza –la de la Palabra- se balancea y experimenta, como los niños, el descanso perfecto.
Antonio Pavía.