«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres Contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”». (Lc 12,49-53)
Seguramente este evangelio no nos dejará el corazón esponjoso e incluso alguno pensará que ¡cómo se las gasta el Señor! Es momento de conversión, porque como dice nuestro Papa Francisco, la Iglesia tiene que despojarse de todo espíritu mundano.
Estamos llamados a participar de este fuego que purifique todo lo que está llevando al hombre a la esclavitud, a vivir indignamente. Si somos verdaderos cristianos seremos conflictivos, rechazados, criticados… La carta que contesta a un tal Diogneto sobre su curiosidad sobre los cristianos nos da luz a esta preciosa palabra que el Señor nos quiere dar como piedra preciosa en nuestra construcción como cristianos: “Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña. Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida superan las leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo se los condena. Son llevados a la muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos (2Co 6,10). Les falta todo, pero les sobra todo. Son deshonrados, pero se glorían en la misma deshonra. Son calumniados, y en ello son justificados. «Se los insulta, y ellos bendicen» (1 Cor 4,22). Se los injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados. Ante la pena de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos les declaran guerra como a extranjeros y los griegos les persiguen, pero los mismos que les odian no pueden decir los motivos de su odio.”
Cuando uno vive apegado a este mundo. El demonio le inocula el virus de la burguesía, de la búsqueda de una falsa paz: “no tener problemas”. Pero el cristiano tiene que pasar por el bautismo de la cruz para ser liberado de este virus que le tiene atontado, adormecido, incapacitado para amar. El fuego del que habla el Señor es el amor en la dimensión de la cruz. Este purifica toda obra que viene del demonio. El Señor nos invita a la “radicalidad”, a no ser tibios, a salir de esa falsa educación en la que vivimos, a acabar con las alianzas que hacemos tantas veces con los ídolos de este mundo. A identificarnos, aunque esto implique un rechazo como el que veíamos en la carta a Diogneto. Esta separación de ideas no implica una rotura de la relación, ya que el amor que nos muestra Jesucristo nunca rompe ni destruye, sino que purifica y construye. Ánimo, hermanos, porque nosotros somos ciudadanos del cielo.
Ángel Pérez Martín