Francisco en un día de invierno
por Felicidad Ramírez
FRANCISCO CONTEMPLABA
CON SORPRESA CÓMO LA
NIEVE CAÍA SILENCIOSA,
PURA Y SERENA.
LOS DÍAS DE AQUEL INVIERNO
RECIÉN ESTRENADO ERAN
GÉLIDOS, LOCOS Y BLANCOS.
EN EL PEQUEÑO CORO DE LA
COMUNIDAD UMBRÍA SE
SALMODIABAN
LAS PRIMERAS ORACIONES
DE UNA MAÑANA
SEÑALADA POR LA NIEVE,
POR EL FRÍO Y POR
LA ORACIÓN DEL AMANECER
Sus hermanos, tan devotos como él, tenían el corazón puesto en lo que decían
y los ojos en la pequeña ventana por la que se colaba aquel blancor frío y
bello de la alborada. El rezo continuaba y cada cual procuraba arrebujarse en
su pequeña y raída capa.
El reloj de la gran iglesia catedral de Santa María sonó unas horas.
Quedó el pequeño refugio de rezos vacío y cada uno acometió la tarea encomendada,
ya fuese predicación, asistencia a enfermos, salida a comprar alguna
frugalidad…La casa quedó desierta, tan solo guardada por un perrillo que
vivía en el patio interior haciendo compañía a los mendicantes.
Al atardecer, Francisco y el hermano León se dirigieron de vuelta a casa. El frío
era intenso y se abrigaban con la poca ropa que tenían. Oscurecía. La noche
se les echaba encima y aligerando el paso se calaron las capuchas. No era para
menos. “¡Alabado sea nuestro Señor Jesucristo, hermano León!”, dijo el santo.
“¡Alabado sea!”, contestó León y siguieron sendero abajo hasta internarse de
lleno en la floresta con paso ligero hacia el pequeño pueblo de la Umbría, solitario
y rudo. El silencio siguió inundando el ambiente, el paso decidido de
aquellos dos corazones. Tiritaban de frío, pero seguían su camino llenando de
alabanzas y elogios al Dios creador, que a pesar de aquel frío congelante, les
brindaba un paisaje maravilloso.
—Dentro de unos días, hermano León, se encarnará el Hijo de Dios, al que
tanto debemos; el que nos ha salvado, redimido y hecho herederos del Reino.
León no contestó, simplemente escuchó y siguió caminando helado y cabizbajo.
—¿Qué te ocurre, hermano León?
—Nada —contestó León—, me estoy muriendo de frío y encima preguntas
qué me pasa.
—Di, mejor, que nos estamos muriendo de frío, tú y yo, pero ¿no merece la
pena este frío y este momento para decirle a Dios que le amamos y le queremos
con frío y sin frío?
Oscurecía y la senda era cada vez más dificultosa.
León, que casi no podía andar porque sus pies parecían trozos de hielo insensible,
se sentó en una roca del camino.
—Por el amor de Dios, León ¿qué te pasa ahora?
Y León, meneando la cabeza, contesta a Francisco:
—¡Que eres un loco y me vas a volver loco a mí también!
Francisco, todo corazón, volvió sobre sus pasos y recogió los maderos que
había desperdigados por el suelo. Prendió fuego y se arrimó a él dejando
espacio para el querido León.
Después de calentarse brevemente, avanzaron por el bosque helado mientras
las aves prorrumpían en gorjeos impresionantes.
Los dos religiosos postrándose de rodillas alabaron, bendijeron y adoraron a
Dios y a todas sus criaturas.