Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?». Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando. Jesús dijo: «Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis».
Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron no solo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús (San Juan 12, 1-11).
COMENTARIO
El Evangelio de Juan, como promete desde su prólogo, es una puesta en escena de la obra salvadora de Jesús, —Eskenosen en umin, dice el griego—, y no es solo que se encarnó, o puso su tienda entre nosotros, sino que con su carne y en su tienda, nos dio a conocer al Padre una actuación vital de palabra y obra, en el escenario hostil del mundo. Así nos convirtió en actores del guion de salvación del hombre que le gusta al Padre. Ya no somos solo espectadores o lectores en el sillón, sino protagonistas en el escenario del amor de Dios.
La de hoy es la misma escena que ubica Mateo (26, 6-13) en casa de Simón el leproso, y Marcos (14,3-9), unos días antes de la última Pascua del Hijo del hombre. Juan refleja la actitud de los tres hermanos queridos de Jesús y suyos en Betania, haciendo un fino análisis de las distintas formas de responder en la Iglesia a su presencia y su Palabra, que siempre existirán: Marta al servicio directo de la comida, el vino y lo que hiciera falta; Lázaro, simplemente sentado a la mesa con Jesús, era el espectáculo que atraía la mirada de todos los que querían ver un muerto resucitado a los cuatro días de su entierro; y María, perfumando la escena con los restos de algún instrumento de su antiguo oficio, puso en la cena el ambiente oloroso, de sentidos, de amor cercano, de tacto y de lágrimas. Pocas veces es tan preciso Juan con los detalles personales. Cada uno hacía lo que estaba llamado a hacer, y las tres formas de servir son Evangelio.
El que más gente atrajo, —una muchedumbre de judíos, dice Juan—, fue Lázaro. Quizás en otro tiempo había sido María la que más gente atraía al sosiego de la pequeña aldea cercana a Jerusalén, pero en el nuevo tiempo que impregnaba aquella ciudad de paz, la vida tras la muerte era más atrayente que una mujer llena de encantos y demonios, ahora convertida. Querían ver si el muerto resucitado, y su resucitador, serían testigos de lo que había más allá de la muerte. ¿A quién no le interesaría un testimonio directo? Y seguramente algo dirían porque algunos chismosos de siempre fueron con su versión a los sumos sacerdotes que decidieron rematar a Lázaro, pues su sola presencia y palabra los ponía en evidencia. No sabemos si lo hicieron pronto, porque la muerte de Jesús le quitó el protagonismo a Lázaro, pero el paso, -la pascua-, de la vida a la muerte, y de la muerte a la vida eran temas centrales de aquel drama.
Una libra de perfume selecto, es mucho perfume, y María llenó la casa de fragancias. No solo a Jesús y los presentes en la mesa, sino a los venidos de Jerusalén que estaban en la puerta y en la calle intentando ver y llevar algo que contar. Siempre han existido los noticiosos del corazón, y María era una pieza perfecta para ello. La Magdalena ha dado mucho que hablar a lo largo de toda la historia del cristianismo, y aún sigue estando en el objetivo de algunos que dicen hablar de su amor. Tuvo María que soltar su cabellera para secar los pies ungidos por su esencia de Jesús, el Cristo, reclinado a la mesa -dice Marcos-, al estilo romano. Se soltó el pelo y envolvió sus pies sin dejar de llorar y besarlos, en su agradecimiento y amor por su hermano Lázaro y por ella, también resucitada de sus obras muertas.
La del servicio eficaz en silencio era Marta. No habría cena, ni casa, ni hermanos sin ella. Alguna vez Jesús la regañó por tanto servicio y preocupación inmediata por los demás, y ella protestó cuando María estaba a sus pies escuchando. Jesús sabía que no se quejaba por el trabajo, sino por celos. El amor de María se veía y olía a distancia, pero el de Marta solo se conocía por los que entienden del amor en servicio. Incluyendo a Jesús, Lázaro, Apóstoles y la misma María. Lo dice Juan de forma inconfundible en el versículo más corto y dicente de todo su Evangelio: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro.” (Jn 11,5)
Yo me siento invitado a esa cena de Betania, cuando leo el Evangelio de Juan y recreo imaginariamente cada detalle de los hechos y de los sentimientos de los presentes, porque la noticia es efectivamente noticia del corazón. Si tú, amigo lector, has llegado leyendo hasta aquí, es porque también eres de los invitados, o al menos de los curiosos que nos gusta mirar todas las cosas de Jesús, aunque sea por algún pequeño hueco de la ventana del Evangelio. Su fragancia seguro que nos llega.
¡Y los pobres siempre los tenemos con nosotros!