«En aquel tiempo, al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”. Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba. Y le seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Trasjordania». (Mt 4,12-17.23-25)
Hace tiempo ya que el trasunto del viajar por placer y vacación se ha convertido para muchos en un aliciente de vida fundamental. Conocer, experimentar, sentir, comprobar… divertirse, sin otro objetivo que olvidar la propia carga. Resultan legítimos tales movimientos siempre y cuando no olvide la carga ligera, el yugo suave y la cruz cotidiana de la que me habla el Señor en su Evangelio. Por desgracia, viene siendo ya una mundana tradición el viajar sin contar con Aquel que posibilita todo viaje, Creador El del hombre y de la materia. Me da la impresión que en numerosos casos estamos asistiendo a un viaje de lejanía de Dios. Viajo para huir y huyo porque no quiero encontrarme con Dios y asuntos.
No me resisto a transcribir un texto clásico por lo que al tema nos atañe: “Permanecer; evitar todo cambio, que amenazaría un equilibrio milagroso; este es el deseo de la edad clásica. Son peligrosas las curiosidades que solicitan un alma inquieta; peligrosas y locas, puesto que el viajero que corre hasta el fin del mundo no encuentra nunca más que lleva: condición humana. Y aun cuando encontrara otra cosa, no por eso habría desmenuzado menos su alma. Que la concentre, al contrario, para aplicarla a los problemas eternos, que no se resuelven disipándose. Séneca lo ha dicho: el primer indicio de un espíritu bien ordenado es poder detenerse y permanecer consigo mismo; y Pascal ha descubierto que toda la infelicidad de los hombres viene de una sola cosa, que es no saber permanecer quietos en una habitación” (Paul Hazard. La crisis de la conciencia europea).
Este texto y el libro en su conjunto no tienen desperdicio alguno. Una trilogía inacabada de gran valor para la propia formación.
La tranquilidad benedictina, educadora durante siglos de pueblos, se ve derrotada por el espíritu de nerviosas aventuras, al margen de todo recogimiento interior. La insatisfacción es la secreta promotora de viajes, y cuanto más lejos mejor. El mundo actual de las prisas produce sensaciones extrañas; mundos virtuales, sin consistencia, sin peso, sin “metametas”…, todo queda reducido a la tierra, sin más amplios horizontes. Y ¿qué más da que sea de oro mi casa de papel si me espera un viaje definitivo a la otra Vida y no estoy preparado para ello? La velocidad, la técnica, el maravilloso mundo de los viajes no alcanzan la entraña más profunda del ser humano, que solo se sacia del Amor eterno de Dios.
Una libertad al servicio de los viajes es menos rentable que un viaje al servicio de mi libertad. No es difícil encontrar desengaños, rostros cansados, quizás hastiados, desencantos… después de largos viajes en busca de la felicidad perdida. Todo sea bienvenido si va a favor de la libertad interior, necesaria para la plenitud. Vemos a viajantes que regresan cargados con más cadenas que antes de su salida. No es condenable el viajar, ¡faltaría más!; es corregible, en cambio, la insatisfacción voluntaria, la inquietud, el desasosiego permanente, la falta de una meta clara, transcendente, que ordene cada uno de mis movimientos.
Resultaría imperdonable no hacer mención aquí de un fabuloso estudio de Jean Deprun: “La philosophie de la inquietude en France au XVIII siecle”. Se trata de una obra magistral. Por sus páginas desfilan místicos en contra de la inquietud, se analiza la Historia desde el punto de vista de la inquietud; retratos de monarcas inquietos, legionarios, piratas, corsarios… microgénesis de la inquietud. La inquietud y la metafísica de los jardines, la arquitectura manifestadora de lo inquieto, poesía de la inquietud… Es esta filosofía de la inquietud, heredadas de siglos pasados y llevadas a grados límites hoy día, la que mueve a muchos hombres a salir y salir con el implícito objetivo de no encontrarse en Dios, en la propia verdad.
¡San Pablo, el inquieto apóstol, Santa Teresa, la divina andariega, San Francisco Javier el divino impaciente, Teresa de Calcuta que encontró su Luz en un tren camino de un descanso… y tantos santos de pies empolvados por los caminos! Ninguno viajaba para huir de la Verdad, todos se movían, y mucho, al ritmo del Espíritu. Todo en orden, todo en paz, en medio de tanta refriega y tanta cruz
Los santos, ya en su madurez, encuentran que no hay camino para ellos y atraviesan áridos valles y caminan sin camino, como Pedro caminaba sin surco preestablecido en las corrientes marinas, pendiente de Jesucristo. Caminos errados son los del mundo, contrapuestos a los caminos menos perfectos y a los perfectos de seguimiento de Jesucristo.
Las páginas del Evangelio no transmiten inquietud ni problematicidad. Contemplamos a un Mesías que, lleno de paz, dispone de movilidad geográfica para hacer el bien. “Se retira a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí… Recorría toda Galilea… Y le seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania”.
No digo que la finalidad de los viajes haya de ser religiosa, como si fuéramos monjas o misioneros. Sí ha de ser cristiana, sea cual sea el motivo (negocios, descanso, distracción, retiro, necesidad). Y entonces todo estará bien, gustaré el Cielo en la tierra, “empezaré a ser eterno”.
Francisco Lerdo de Tejada