«El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando las aromas que hablan preparado. Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y, entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas, despavoridas, miraban al suelo, y ellos les dijeron: “Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea: ‘El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar’”. Recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás. María Magdalena, Juana y María, la de Santiago, y sus compañeras contaban esto a los apóstoles. Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron. Pedro se levantó y fue corriendo al sepulcro. Asomándose, vio solo las vendas por el suelo. Y se volvió admirándose de lo sucedido». (Lc 24, 1-12)
¿Quién nos removerá la piedra? Se preguntaban María Magdalena y la otra María, pues la piedra era enorme y se necesitaba la fuerza de varios hombres para mover la piedra del sepulcro donde había sido depositado el cuerpo de Jesús. Y fue un ángel del Señor el que removió la piedra para estas mujeres. A nosotros también nos pasa, a mí me pasa, que hay cosas que yo sola no puedo “remover”. Cuando te conoces un poco ves que hay losas que te aplastan y no te dejan respirar a pleno pulmón… La piedra a veces se hace apabullante, e inutiliza. Imposible en mis fuerzas remover la piedra de ese rencor, o esas incomprensiones que tanto me hacen sufrir, o ese pecado oculto que nadie conoce, solo Dios y yo. Sí, tiene que venir el mismo Señor, el mismo Dios a remover esa piedra. «Hizo rodar la losa del sepulcro y se sentó en ella». Tiene poder para sacarme de ahí, de ese pozo en el que yo sola me he metido, pero del que no puedo salir sola.
Me resuenan ahora esos versos que dicen: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré salir de vuestros sepulcros, y sabréis que yo soy el Señor”. ¡Abrid las puertas de vuestros sepulcros, pueblo mío y os iluminará el sol de justicia!, qué verdad es esta. Solo hay dejarse hacer, dar un pequeño —o gran— paso: el de someter la propia voluntad a los designios de Dios Padre, que nos conoce mejor que nosotros mismos.
Hay una frase que leí hace tiempo, de alguien, y que me gustó tanto que la tengo en la mesa de trabajo, y la leo cuando lo necesito —casi todos los días—, dice así: “Toda situación encuentra su esperanza en la piedra rodada y la tumba vacía”. Si esto se hace carne en nosotros, ¿quién contra nosotros? Toda nuestra vida será alabanza y bendición, incluso en medio del sufrimiento, porque la piedra ha sido rodada y la tumba estaba vacía, porque ¡el Señor está Resucitado!
¡Felicidades a todos! Porque el que estaba perdido (tú y yo) ha sido encontrado, y el que estaba muerto (tú y yo) ha vuelto a la Vida. ¡Felicidades a todos!, porque va delante de nosotros, nos precede y le encontramos en cada una de las “Galileas” que tenemos a nuestro alrededor. El Señor Jesús, que es fiel, nos sale al encuentro igual que a las santas mujeres, y pide por nosotros al Padre («Dios os guarde»). ¡Qué consuelo poder contar con su intercesión! No tengamos miedo, el miedo no es propio de los Hijos de Dios. Afrontemos la vida sabiendo que el Señor está con nosotros y nos acompaña siempre. “No habéis recibido el espíritu de Hijos, para recaer en el temor” nos dice san Pablo. Sí, somos Hijos de Dios y herederos del cielo, ¿qué mayor dignidad? Alegrémonos hermanos, porque sin merecerlo, hemos encontrado la piedra preciosa, Cristo Jesús.
Victoria Luque