El Papa Benedicto XVI respondió el pasado 6 de agosto a una serie de cuestiones que sacerdotes y seminaristas de la diócesis de Bolzano-Bressanone (Italia) le plantearon sobre distintos temas. Buenanueva reproduce la respuesta del Santo Padre acerca de la relación entre belleza y fe.
—Santo Padre, me llamo Willibald Hopfgartner. Soy franciscano y trabajo en la enseñanza y en varios ámbitos de la dirección de la Orden. En su discurso de Ratisbona usted subrayó el vínculo sustancial que existe entre el Espíritu Santo y la razón humana; por otro lado, usted siempre ha puesto de relieve la importancia del arte y de la belleza, de la estética. Entonces, además del diálogo conceptual sobre Dios (en teología), ¿no se debería reafirmar siempre la experiencia estética de la fe en el ámbito de la Iglesia, para el anuncio y la liturgia?
—Benedicto XVI: Gracias. Sí, creo que las dos cosas van unidas: la razón, la precisión, la honradez de la reflexión sobre la verdad, y la belleza. Una razón que de algún modo quisiera despojarse de la belleza, quedaría mermada, sería una razón ciega. Sólo las dos cosas unidas forman el conjunto, y para la fe esta unión es importante. La fe debe afrontar continuamente los desafíos del pensamiento de esta época, para que no parezca una especie de leyenda irracional que nosotros mantenemos viva, sino que sea realmente una respuesta a los grandes interrogantes; para que no sea sólo una costumbre, sino verdad, como dijo una vez Tertuliano.
San Pedro, en su primera carta, escribió aquella frase que los teólogos de la Edad Media tomaron como legitimación, casi como encargo para su labor teológica: «Estad siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1P 3,15). Apología del logos de la esperanza, es decir, transformar el logos, la razón de la esperanza en apología, en respuesta a los hombres. Evidentemente San Pedro estaba convencido de que la fe era logos, de que era una razón, una luz que proviene de la Razón creadora, y no una mezcla, fruto de nuestro pensamiento. Precisamente por eso es universal; por eso puede ser comunicada a todos.
Este Logos creador no es sólo un logos; es amplio, es un logos que es amor y que, por tanto, puede expresarse en la belleza y en el bien. En realidad, ya he dicho en otra ocasión que para mí el arte y los santos son la mayor apología de nuestra fe. Los argumentos aducidos por la razón son muy importantes y no se puede renunciar a ellos; pero luego, a pesar de ellos, sigue existiendo el disenso.
En cambio, al contemplar a los santos, esta gran estela luminosa con la que Dios ha atravesado la historia, vemos que allí hay verdaderamente una fuerza del bien que resiste al paso de los milenios, allí está realmente la luz de luz. Del mismo modo, al contemplar las bellezas creadas por la fe, constatamos que son sencillamente la prueba viva de la fe. Esta hermosa catedral es un anuncio vivo. Ella misma nos habla y, partiendo de la belleza de la catedral, logramos anunciar de una forma visible a Dios, a Cristo y todos sus misterios: aquí han tomado forma y nos miran.
Todas las grandes obras de arte, todas las catedrales —las catedrales góticas y las espléndidas iglesias barrocas—, son un signo luminoso de Dios y, por ello, una manifestación, una epifanía de Dios. En el cristianismo se trata precisamente de esta epifanía: Dios se hizo una velada Epifanía, aparece y resplandece.
Acabamos de escuchar el órgano en todo su esplendor. Yo creo que la gran música que nació en la Iglesia sirve para hacer audible y perceptible la verdad de nuestra fe, desde el canto gregoriano hasta la música de las catedrales, con Palestrina y su época, Bach, Mozart, Bruckner, y otros muchos. Al escuchar todas estas obras —las Pasiones de Bach, su Misa en si bemol, y las grandes composiciones espirituales de la polifonía del siglo XVI, de la escuela vienesa, de toda la música, incluso de compositores menos famosos—, inmediatamente sentimos: ¡es verdad! Donde nacen obras de este tipo, está la Verdad. Sin una intuición que descubre el verdadero centro creador del mundo, no puede nacer esa belleza.
Por eso, creo que siempre deberíamos procurar que ambas cosas vayan unidas, que estén juntas. Cuando, en nuestra época, discutimos sobre la racionalidad de la fe, discutimos precisamente del hecho de que la razón no acaba donde acaban los descubrimientos experimentales, no acaba en el positivismo. La teoría del evolucionismo ve la verdad, pero sólo ve la mitad de esa verdad. No ve que detrás está el Espíritu de la creación.
Nosotros luchamos para que se amplíe la razón y, por tanto, para una razón que esté abierta también a la belleza, de modo que no deba dejarla aparte como algo totalmente diverso e irracional. El arte cristiano es un arte racional —pensemos en el arte gótico o en la gran música, o incluso en nuestro arte barroco—, pero es expresión artística de una razón muy amplia, en la que el corazón y la razón se encuentran. Esta es la cuestión.
A mi parecer, esto es, de algún modo, la prueba de la verdad del cristianismo: el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan. Y cuanto más logremos nosotros mismos vivir en la belleza de la verdad, tanto más la fe podrá volver a ser creativa también en nuestro tiempo y a expresarse de forma artística convincente.